lunes, 12 de septiembre de 2022

A Rosa García. In memoriam.



Fuiste la primera. Cuando hace ya muchos años hacía mis primeros balbuceos en internet, tan despistado como tú, nos encontramos junto a Carlos, en una plataforma un tanto rara. Recuerdo que me dijiste que era la única persona que contestaba a todos tus mensajes, propuestas y comentarios. Y ahí comenzó una amistad franca, sincera, sobria y sencilla como tu querida patria vasca. Anduvimos juntos por estos caminos raros, en ocasiones, de las redes y, al final, decidimos nuestro lugar en ellas. Un lugar sereno, donde compartir inquietudes y sentimientos. 

Fuiste, sobre todo y ante todo, un mujer libre que amaba la vida y buscaba amar a las personas. Esa bonhomía de sentimientos y actitudes conformaba una elegancia que no precisaba de ningún aditamento. Anfitriona como ninguna, en ese Bilbao tuyo, organizaste en primer encuentro entre algunos de los que conformábamos un grupo. En el funeral de tu querido Julen -no sé si superaste su pérdida- les dijiste a tus amigas, cuando me presentabas... "si hablo todos los días con Antonio; hablo más con él que con todas vosotras"... con tu inconfundible acento vasco. 
Vienen a mi memoria tantas cosas... 

Siempre que hablaba de internet me refería a mis tres amigas vascas, Marije -siempre permanente- y Sira que, aunque atareada, siempre está ahí. 
Recientemente, comentabas cosas con mi hermana Olga acerca de algo que os apasionaba a las dos: la música. Y nos enseñabas tus ilusionadas acuarelas como como una joven principiante.

Querida, Rosa, ha sido un lujo tenerte como amiga y saber, porque lo sé, que me querías. 
Que las flores adornen las orillas de tu camino, que todos los pájaros canten para ti y que sepas que dejas en mi corazón una dulce tristeza. Dulce porque tu recuerdo no deja otro sabor.
 
Adiós, querida amiga.

martes, 18 de enero de 2022

Perdidos en Tokio

 




Sensualidad y caos es la sensación que me provoca el segundo visionado de la película Lost in Translation interpretada por Scarlett Johansson (Charlotte) y Bill Murray (Bob). Esto de ver las películas dos veces se ha convertido en una costumbre siempre gozosa.

Comienza con Charlotte tumbada en la cama y de lado. La cámara nos muestra su cuerpo, de la cintura a los pies, con unas recatadas braguitas rosas semitransparentes y sus piernas al aire. La imagen, inspirada en un cuadro del pintor hiperrealista John Kacere, ha pasado a la historia del cine como la de Mena Suvari bañada en rosas de American Beauty y es metáfora de la sensualidad permanente del film.

Bob, un maduro actor americano en decadencia, acepta la oferta millonaria para ir a rodar un anuncio del whisky japonés Santori. Después de un matrimonio de más de veinte años, está afrontando una grave crisis emocional, y se siente frustrado y aburrido también con el desarrollo de su profesión. La soledad y la desesperanza son sus compañeras vitales desde hace tiempo. Pasa sus ratos libres acodado en la barra de uno de los bares del inmenso hotel Park Hyatt de Tokio, donde coincide con Charlotte, una joven veinteañera, recién casada con un fotógrafo que tiene que hacer algunos viajes, quedando perdida entre el hotel y las visitas a la ciudad de Tokio.
Allí se conocen, y poco a poco, entre conversaciones breves, se va entablando una amistad no exenta de atracción. Con lo efímero de la confianza entre dos seres distantes, comparten el vacío de sus vidas entre charlas de intimidades sin el miedo a contarlas a un desconocido. Pero lo más interesante son los planos sin palabras en los que el acercamiento entre ellos se va haciendo cada vez más explícito.

El atractivo de una joven ilusionada por la vida, su aparente ingenuidad, su frescura y libertad van, de forma tan pausada como intensa, fascinando a Bob y haciendo que se plantee si otra vida es una opción o está todo perdido. La alternativa de la esperanza vuelve a renacer a pesar de que su vida está hecha y es difícil de recomponer.
Por su parte, Charlotte percibe la atracción de la madurez sobre la que se ha abierto ese resquicio de fragilidad en un hombre adulto, aparentemente seguro de sí mismo y con el que siente otra emoción diferente a la relación insustancial con su marido. No en vano y durante una conversación se pregunta “no sé con quién me he casado”. La diferencia generacional y los esfuerzos de Bob por parecer joven le provocan una doble ternura y seducción.

El de Bob y Charlotte será un romance platónico, sobre el que siempre sobrevuela la posibilidad de la culminación física; pero sobre todo será un encuentro de sensibilidades, de dos almas perdidas en armonía que se reconocen y conmueven por encima de las diferencias generacionales. Y que se están pidiendo en suaves susurros.

Un tercer personaje es la ciudad de Tokio como metáfora del caos en que ambos están sumergidos. Las calles plagadas de neones, con signos y sonidos incomprensibles, la diferencia cultural, los karaokes – en los que se suceden escenas inolvidables- actúan de mapas confusos como su propio ser, en los que se sienten perdidos y que poco a poco derivarán en los sentimientos pudorosos, en las sutiles emociones, en las miradas y en leves roces repletos de intimidad. 
Y ese será el escenario del adiós. ¿Un adiós abierto? Esa llamada, después de haberse despedido en el hotel, cuando casualmente Bob la ve confundida entre el gentío caótico de las calles, y que concentra una burbuja entre dos seres únicos en ese espacio. Y ese abrazo intenso y largo, como deseando que no acabe, ese beso apasionado -esta vez sí- y que conduce a un nuevo abrazo en el que Bob le susurra algo al oído que nunca sabremos. ¿No dejaré que nada se interponga en nuestro camino? ¿Nos veremos en el próximo anuncio? Tenemos que reencontrarnos de alguna manera. 

Mientras Bob camina hacía atrás y ella lo mira sin moverse, la muchedumbre rompe esa burbuja y todo se va perdiendo y confundiendo. Los dos habrán empezado su largo camino entre la sensualidad y el caos.









miércoles, 5 de enero de 2022

Los vúmetros

 


Sentado en el salón y dispuesto a disfrutar escuchando música, observo los cuatro aparatos que se encuentran en el mueble color cerezo que los contiene, protege y muestra a través de la puerta acristalada. Mi giradiscos Sony semiprofesional en el estante intermedio, se ve favorecido por la iluminación led que he colocado en la balda superior y que se activa con el movimiento. El disco de vinilo resplandeciente y en giro constante es todo un rito de gran encanto. 
El cono truncado, casi en la base de plato, me muestra esos cuadritos que, estando en movimiento, quedan fijos a la vista asegurando que las revoluciones no sufran una desviación superior a un tercio de giro. El negro intenso del vinilo resulta cautivador. Hace poco compré uno de la artista catalana Clara Peya en color blanco semitransparente que, siendo curioso, no posee la elegancia del negro. La leve caída del brazo con la aguja lectora y que no sobrepasa un roce superior a medio gramo, anuncia el sonido que casi de inmediato inunda el espacio de la estancia. Acompaño la caída suave de la tapa transparente y desde el sillón observo el giro levemente bamboleante del disco. Los altavoces Polk Audio de siete vías, cubren toda la banda acústica con excelente calidad.

En el estante inmediatamente inferior se encuentra el reproductor Sony de CD´s que, si bien es de notable calidad, no ofrece ningún interés estético. 

Pero mi mirada siempre se dirige a los dos aparatos superiores. El amplificador JVC y el sintonizador Pioneer son de una belleza incomparable. Tienen casi cuarenta y cinco años, ese tiempo en el que el aluminio anodizado era empleado en todos los aparatos de alta fidelidad. El amplificador funciona con perfección envidiable y casi, por sí mismo, alcanza la ecualización. La suavidad de los mandos y palancas se mantiene intacta después de tantos años. El suave brillo del material y de las ruedas selectoras ofrecen un efecto irisado admirable. 
Quizás lo particular de mi actitud reside en el encendido automático de un aparato no conectado. El sintonizador, la pieza más bella de todas, ha perdido su utilidad. La nula atención que se presta en las comunidades a las antenas de FM, la invasión digital, las deficientes instalaciones eléctricas de las casas, han conllevado una pérdida de calidad sonora y unas interferencias que lo inutilizan. 

Pero siempre lo enciendo. Y lo utilizo sin esperar respuesta. La rueda voluminosa, que con un levísimo golpe de giro desplaza el dial, perfilando a lo largo de los números y pequeñas señales de las fracciones que precisan el punto de la emisora, me supone un verdadero placer. La luz amarillenta y cálida de su frontal, con los dos vúmetros que recogen las señales de mi voluntad me sigue fascinando. Las finísimas agujas sensibles al movimiento, en ocasiones centelleante si los sonidos son alternos, y con la parte derecha en rojo como anuncio de alguna distorsión, me siguen pareciendo admirables. Y ese levísimo punto de luz me traslada a un tiempo que ya no existe más que en mi memoria. Y me hace sentir soberano de mis recuerdos. De aquél que fui y que, de alguna manera, sigo siendo.