martes, 24 de noviembre de 2020

Juntos




Hoy hace
cuarenta años
que decidimos
saltar juntos.
Nada sabíamos,
ni horizonte,
ni futuro, ni adversidades.
Nada.
Solo estábamos
nosotros,
saltando juntos
a la luz cegadora.
Nada más que nosotros,
juntos
de la mano.
Hasta hoy.
Que somos más

viernes, 20 de noviembre de 2020

Cinco piscinas y ella

 Este texto tiene como inspiración el relato de "El nadador" de John Cheever.



Salíamos del trabajo por separado para evitar que nadie se preguntara a dónde íbamos, lo que aumentaba la sensación excitante de clandestinidad. Nos encontrábamos en la Cafetería Hispanidad -hoy desaparecida- y situada en la ribera sur del río junto al Pilar. Sonrientes, cruzábamos el puente hacia nuestro destino, el club deportivo en el que pasaríamos ese mediodía. Entramos y nos dirigimos a la piscina cubierta, recientemente construida con motivo del ascenso a primera división del equipo de waterpolo del club. En verano era poco frecuentada, lo que hacía más atractivo nuestro baño en soledad y aunque la humedad resultaba algo asfixiante estimulaba nuestro secreto. En el agua, me esforzaba por alcanzarla y ella no hacía mucho por evadirme; nuestros cuerpos jugaban entre roces y caricias y yo intentaba besarla y ella me devolvía un chorrito de agua acumulado en su boca. El juego del no pero sí, de la sonrisa que te llama, de la provocación y la huida entre risas cómplices. De vez en cuando, sujetos a la corchea uno frente a otro, retozábamos con nuestras piernas y nuestras miradas. Al poco llegaron los jugadores del equipo a entrenar y decidimos abandonar el recinto para ir a otra de las piscinas al aire libre. Nos dirigimos a la llamada de unoochenta, pues esa era la profundidad uniforme y tenía su origen en que había correspondido al camping de extranjeros -que no podían mezclarse con los nativos- de tiempos pretéritos. Por ese motivo, tenía poco recinto que la rodeara y era la preferida de las mujeres para tomar el sol al borde del agua y de parejas jóvenes. El agua estaba muy fría y la ducha, potente y abierta, resultaba heladora. La seguí, disfrutando de su cuerpo, de sus largas piernas y de esas nalgas juveniles altivas y traviesas. La rodeé con mis brazos y la arrastré, ante su resistencia impotente y divertida, saltando juntos al agua. Nos miramos en el interior de la piscina y al salir a flote, con una sonrisa luminosa, me dijo que estaba muy fría y me abrazó mientras yo me sujetaba con una mano a un asidero de la piscina. Mi pierna, entre las suyas, sentía su sexo y también el leve contacto de sus pequeños pechos y el roce de sus mejillas en las mías. Me soltó, y me lanzó un nuevo chorrito de agua al tiempo que me desplazaba con sus pies y escapaba a la escalerilla a la que solo pude llegar para alcanzar uno de sus tobillos que escapó deslizándose entre mis manos. Envuelta en su toalla, me propuso ir a las gradas de la de treintaytres, una piscina con trampolín que tenía esa longitud métrica que le daba nombre, y tomar el sol un rato. Nos tumbamos horizontalmente uno en cada grada, y ocupando yo la superior, no dejé de admirar ese cuerpo esbelto, de vientre plano, sus pezones erectos bajo el bikini color marrón, la pausada respiración tras el esfuerzo, sus ojos cerrados y los labios entreabiertos deleitándose con el calor del sol. Sigilosamente, bajé hasta la grada inferior y, arrodillado, la besé suavemente en los labios. Abrió los ojos, me apartó sonriendo y se sentó a contemplar a los bañistas mientras me tomaba la mano. Vamos al lago, le propuse. La llamábamos así porque tenía la forma irregular y ondulada de un lago y solamente tenía una cierta profundidad en una parte. Era más familiar y ruidosa, pues en un extremo los niños alborotaban gozosos, y decidimos jugar como ellos; ella, abría las piernas haciendo un túnel y yo, buceando, la levantaba sobre mis hombros, la mantenía unos instantes caminando, sintiendo su sexo sobre mi cuello, y la lanzaba al agua. Así una vez tras otras entre risas y sonrisas plenas de excitación. Fuimos a por nuestros bocadillos para la comida y decidimos ir hasta la piscina llamada pública, que había tenido el sobrenombre de “baños públicos” y que se había incorporado al club. En esa decidimos no bañarnos hasta más tarde. En la parte inferior, se desplegaba la ribera del río. Había unas mesas de piedra y nos sentamos a comer en una de ellas con nuestras coca colas, contemplando pasar el río y las vistas del Pilar. Por allí no iba casi nadie y nuestra intimidad era casi total. Con el último sorbo del refresco nos miramos y besé su boca mientras mi mano se deslizaba por el interior del sujetador acariciando su pecho. Ella, excitada, se apartó para chuparme y morderme la oreja y mi mano fue hacia sus muslos buscando su sexo. Sujetó mi mano y me dijo: No, aquí no. Seducido por la promesa la volví a besar y mi lengua jugueteó con la suya como un niño feliz con su piruleta. No tuvimos tiempo para ese último baño en la quinta piscina. Desde el puente miramos a la ribera viendo muy lejana nuestra mesa. Nos separamos en la cafetería para volver al trabajo por separado como al inicio. Felices, muy felices.

Desconozco si las piscinas se mantienen tal como las recuerdo.

A ella no la he olvidado.

sábado, 14 de noviembre de 2020

El noi de Poble Sec

 


“Llevo más tiempo con él que con mi mujer”, suelo comentar con una sonrisa y “tengo tanta o más sensación de fidelidad y lealtad”, añado. Desde el año 1967, con mis sufridos dieciséis años, me había fascinado -escuchado por la radio- su primer disco en catalán con su “Ara que tinc vint anys”, la maravillosa “La tieta”, “El drapaire” o la tierna “Canço de Bressol”, que abre con una copla en castellano. Dos años más tarde y con objeto de estar en condiciones de paliar la ruina económica de mi familia, adelanté el servicio militar -lo que conllevaba un compromiso de dos años- iniciando una de las etapas más duras de mi vida. Desde las ocho de la mañana hasta las tres en el cuartel de Artillería, a trabajar a las cuatro treinta hasta las veinte horas, estudiar, cenar y seguir estudiando hasta las dos de la mañana. Así acabé. Tres meses después de licenciarme, me detectaron unas infiltraciones pulmonares de tuberculosis e ingreso en el sanatorio de “El Cascajo” – nombre de terribles resonancias hace cincuenta años- y que hoy se llama Royo Villanova y es un hospital general. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Durante esa dura etapa, apareció su primer disco en castellano titulado “La Paloma” y que musicaba un poema de Alberti entre maravillosas canciones como “El Titiritero”, “Poema de amor”,” Balada de otoño” o “Poco antes de que den las diez”. En esas noches de agotamiento, después de jornadas laborales y responsabilidades impropias de mi adolescencia, sus canciones, al acostarme y en mi pequeño tocadiscos y a mínimo volumen, fueron como un bálsamo ensoñador que me trasladaba a un mundo imaginario y hermoso y que me evadía de esa adversa realidad. Alguna lágrima de emoción recuerdo. 

En el año 1968 se negó a participar en Eurovisión a no ser que fuera cantando en catalán. Por supuesto no fue admitido y causó un gran revuelo además de la censura en la cadenas y emisoras nacionales. Por aquél entonces yo no sabía mucho – más bien nada- de la multiculturalidad de este país y, por tanto, no comprendía demasiado su postura, absteniéndome de juicios precipitados. Massiel, con la misma canción ganó el festival y supuso una cierta afirmación nacionalista y un supuesto revés en su carrera.

Dos años más tarde, y superada para muchos esa etapa, Serrat llegó a Zaragoza. Presentaba un homenaje a Antonio Machado, un poeta del que el franquismo poco nos había enseñado excepto aquel poema infantil de “monotonía de lluvia tras los cristales”. El programa anunciaba una primera parte con sus canciones y una segunda dedicada a Machado. Bueno -me dije ignorante- si la segunda parte es un rollo disfrutaré con la primera. Ese día había estrenado una camisa, que me había regalado un proveedor italiano, de lino en color naranja, con una americana tostada y una corbata bien combinada. Con la premeditación y el gozo con el que uno se viste para un gran acontecimiento. Disfruté con la primera parte y después del descanso sonaron los acordes de “La saeta” y luego “Cantares” y el resto de las canciones que componían el disco. Me quedé sin respiración. Una mezcla de asombro y emoción me embargaron hasta lo más profundo. No solo había disfrutado del cantautor, sino que me había abierto la puerta a la obra de uno de los más grandes poetas españoles en castellano. Al día siguiente compré urgente el vinilo de portada roja, las espigas del campo y la imagen de Machado. Una joya que conservo.

Serrat había formado parte de la “Nova cançó” y a raíz de la publicación de ese disco en castellano fue repudiado por los más puristas que exigían una sola lengua expresiva y, como es natural, tenía que ser el catalán. Se le rechazó en España por querer representarla en catalán y en muchos sectores de Catalunya por cantar en castellano.

Pudo con todo. La calidad, coherencia e integridad fueron señas de identidad a lo largo de su carrera y en aquel momento crítico.

Dos años más tarde y después de su intimista disco de “Mi niñez”, estando de guardia en la batería del cuartel escuché por la radio que… “en la piel tengo el sabor amargo del llanto eterno, que han vertido en ti cien pueblos, de Algeciras a Estambul, para que pintes de azul sus largas noches de invierno”. Había nacido “Mediterráneo”, el disco al que había dado nombre la canción y que ha sido considerada la mejor de los últimos cincuenta años. Si ya de antes era notable mi devoción, con él nació la incondicionalidad que me ha acompañado hasta el momento en que escribo estas palabras. Me emocionó su “Penélope” que lo mira “con los ojos llenitos de ayer” -cómo se puede escribir algo tan hermoso- y todos los discos que han jalonado su carrera. Con satisfacción comprobé en la famosa librería Ateneo de Buenos Aires y delante de una imagen suya a tamaño natural como un dependiente me decía: “Serrat es Gardel”. Es el máximo elogio que allí se puede hacer a una persona.

Podría citar su densa trayectoria musical y artística pero no es el propósito de este escrito. Cualquiera puede comprobar su biografía, obra, premios, condecoraciones, homenajes y doctorados. 

Lo que quiero destacar es que no me ha fallado nunca. Creo que ha sido la encarnación de la decencia, la honestidad, la bonhomía y la coherencia. Entre su vida artística, personal y pública nunca ha habido la menor fricción. Para mí y no soy el único, es un mito. Mi estantería está plena de colecciones de jazz, clásica y popular, al igual que vinilos. Solamente en un caso hay una separación entre dos piedras de ónix con todos sus Cd´s editados. Tengo múltiples grabaciones de artistas de otros países que han cantado sus temas como Mina o Noah entre otros. Y en mi librería reposan los cinco o seis libros que se han editado sobre su obra y persona, además del libro-estuche que se publicó con todas las letras de sus canciones y detalles de su vida y de los momentos vitales en que las compuso junto con un magnífico álbum fotográfico.

Si me lo hubiera propuesto quizás hubiera tenido la ocasión de conocerlo en persona. Pero cuando uno tiene tal veneración, como es mi caso, la preserva de cualquier posible decepción. A estas alturas de la vida las certezas son escasas y hay que cuidarlas con mimo. He construido, a lo largo de cincuenta años, una urna transparente y luminosa que nos protege a los dos. En el año 2008 el cantante argentino Ignacio Copani escribió una canción en la que utilizaba títulos y versos del catalán para rendirle un emotivo homenaje y que concluía con un “qué va a ser de mí si estás lejos de casa”. Ese es mi sentimiento