miércoles, 5 de enero de 2022

Los vúmetros

 


Sentado en el salón y dispuesto a disfrutar escuchando música, observo los cuatro aparatos que se encuentran en el mueble color cerezo que los contiene, protege y muestra a través de la puerta acristalada. Mi giradiscos Sony semiprofesional en el estante intermedio, se ve favorecido por la iluminación led que he colocado en la balda superior y que se activa con el movimiento. El disco de vinilo resplandeciente y en giro constante es todo un rito de gran encanto. 
El cono truncado, casi en la base de plato, me muestra esos cuadritos que, estando en movimiento, quedan fijos a la vista asegurando que las revoluciones no sufran una desviación superior a un tercio de giro. El negro intenso del vinilo resulta cautivador. Hace poco compré uno de la artista catalana Clara Peya en color blanco semitransparente que, siendo curioso, no posee la elegancia del negro. La leve caída del brazo con la aguja lectora y que no sobrepasa un roce superior a medio gramo, anuncia el sonido que casi de inmediato inunda el espacio de la estancia. Acompaño la caída suave de la tapa transparente y desde el sillón observo el giro levemente bamboleante del disco. Los altavoces Polk Audio de siete vías, cubren toda la banda acústica con excelente calidad.

En el estante inmediatamente inferior se encuentra el reproductor Sony de CD´s que, si bien es de notable calidad, no ofrece ningún interés estético. 

Pero mi mirada siempre se dirige a los dos aparatos superiores. El amplificador JVC y el sintonizador Pioneer son de una belleza incomparable. Tienen casi cuarenta y cinco años, ese tiempo en el que el aluminio anodizado era empleado en todos los aparatos de alta fidelidad. El amplificador funciona con perfección envidiable y casi, por sí mismo, alcanza la ecualización. La suavidad de los mandos y palancas se mantiene intacta después de tantos años. El suave brillo del material y de las ruedas selectoras ofrecen un efecto irisado admirable. 
Quizás lo particular de mi actitud reside en el encendido automático de un aparato no conectado. El sintonizador, la pieza más bella de todas, ha perdido su utilidad. La nula atención que se presta en las comunidades a las antenas de FM, la invasión digital, las deficientes instalaciones eléctricas de las casas, han conllevado una pérdida de calidad sonora y unas interferencias que lo inutilizan. 

Pero siempre lo enciendo. Y lo utilizo sin esperar respuesta. La rueda voluminosa, que con un levísimo golpe de giro desplaza el dial, perfilando a lo largo de los números y pequeñas señales de las fracciones que precisan el punto de la emisora, me supone un verdadero placer. La luz amarillenta y cálida de su frontal, con los dos vúmetros que recogen las señales de mi voluntad me sigue fascinando. Las finísimas agujas sensibles al movimiento, en ocasiones centelleante si los sonidos son alternos, y con la parte derecha en rojo como anuncio de alguna distorsión, me siguen pareciendo admirables. Y ese levísimo punto de luz me traslada a un tiempo que ya no existe más que en mi memoria. Y me hace sentir soberano de mis recuerdos. De aquél que fui y que, de alguna manera, sigo siendo.

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