martes, 25 de mayo de 2021

El nogal

 



La iglesia antigua está situada en la parte alta del pueblo. Por encima se yerguen las últimas urbanizaciones construidas como segundas residencias y a su costado, a la mitad de su altura, un mirador con bancos proporciona la vista de los montes y los tejados de pizarra de las casas. También concede descanso a todos los que han subido por las largas y empinadas escaleras de piedra, bien para acceder a la Iglesia o acortar camino en excursiones más ambiciosas. El hermoso descenso, que debe ser cuidadoso por lo cortante de los escalones, te sitúa, al cabo de sus tres curvas, en la plaza y la calle principal, en donde los veraneantes desayunan animadamente o realizan las compras en las tiendas. Poco más allá, el puente sobre el río, poco caudaloso en esa zona, está adornado en sus barandillas por plantas y flores que confieren un carácter festivo al entorno. Todo el conjunto transmite la relajación y alegría de la fiesta y el descanso que solo en los pueblos de montaña se produce. 
En una explanada adyacente, el mercado semanal bulle con la actividad de las compras de productos artesanos: frutas, verduras, panes al horno de leña, miel, encurtidos, quesos, embutidos y hasta algún puesto de artículos básicos textiles. Hay algo de antropológico en el comportamiento animado de los clientes. Distantes de la seriedad que se observa en los supermercados de las ciudades, el acto de la compra está impregnado de alegría, como si también supusiera un acercamiento al trueque, al intercambio, al canje y que nos conectara con nuestra esencia más primigenia. Hay mucho de bondad en esa actividad comercial que nos muestra su lado más humano. 

Dejando atrás el mercado, se nos abre el camino a una excursión de sendero poco accidentado, después de pasar un pequeño puente que sortea una canalización de aguas, de recia corriente, que conduce al río una vez sobrepasado el pueblo. En su encuentro, se generan unas turbulencias y saltos espumosos de una gran belleza y que nos provocan una mezcla de atracción y miedo. Quizás sea lo que nos suscita la naturaleza en su estado puro. La hermosura de lo salvaje que nos empequeñece y admira. El bello y sereno sendero que nos lleva siguiendo la orilla y viendo las aguas fugazmente, en los breves momentos que nos permiten los matorrales, invita al silencio y a recorrerlo disfrutando del cercano murmullo de las aguas en su curso apresurado. Finalizado ese tramo y después de atravesar de nuevo la canalización se nos abren los campos en los que el ganado pace a placer en los lindes marcados por el ganadero. De vez en cuando, alguna vaca se acerca a la alambrada y se queda observándote con una expresión que transmite la infinita paciencia de no esperar nada. El verde de los montes y el azul brillante del cielo salpicado por blancas nubes te presenta un horizonte que estimula su alcance. Siempre he pensado que el silencio es importante en estos paseos. No romper el que nos ofrece la naturaleza, solo alterado por el breve murmullo de su eco que nos habla desde nuestro interior. Más adelante los grandes hangares que contienen las enormes balas de alfalfa y que advierten y preparan el duro invierno de nieves que hay que prever. El sol luce y castiga desde lo alto y, de vez en cuando, te invita a retirarte el sombrero y empañar en el pañuelo el sudor que te va provocando el esfuerzo y que se va a incrementar en el leve repecho que ya se avista el fondo. Un campesino ha levantado la tajadera que permite el paso del agua por los límites del campo y que los riega por inundación. Esa agua aglutina un microcosmos de insectos que pululan en los arbustos. 

Cuando doblas la ligera curva ya lo ves a lo lejos. Inmenso, vivo y majestuoso te espera como la gran promesa del sendero. Sus ramas y hojas se extienden cubriendo parte del campo y todo el camino. 

Hola, le dices. Y acaricias el tronco con el amor y respeto que se concede a los grandes frutos de la naturaleza. La sombra benefactora es un regalo del que gozas agradecido. Y la mirada a sus tupidas ramas, entre las que se adivinan los incipientes frutos, no esconde la irremediable admiración al milagro de la naturaleza. Al milagro de la vida que se renueva. Esos minutos de descanso suponen el final placentero de tu objetivo y la sensación de plenitud. No puedes evitar una sonrisa entre feliz y obligada. Conversas con él y contigo en un lenguaje sin transcripción. El idioma etéreo del sentimiento. 

Al cabo de un rato inicias el regreso. Lo dejas a la espalda y retomas el camino de retorno. En la mitad de la curva, vuelves la mirada y te despides. Pero él te dice que te espera, que vuelvas. Quizás sabe que, durante el invierno, en ocasiones, pienso en él. En el nogal. Mi nogal.