viernes, 31 de enero de 2020

Habitación vacía con escarpia


La habitación estaba vacía y era difícil concluir cuánto tiempo llevaba así. Esa indeterminación trasmitía un cierto halo de soledad, de abandono voluntario o forzado. Los suelos, de baldosa de barro cocido, aún desprendían un cierto cuidado que mejoraban la impresión inicial. A mano derecha, un balcón alto con puertas de acceso de estructura de madera y saetinos de vidrio, dejaba pasar una luz que se proyectaba sobre la pared de enfrente en la que había una solitaria escarpia. Por las características de la vivienda no era fácil que esa pared fuera de pladur, ese material empleado en las restauraciones y que apenas requiere taladro; un destornillador y un golpe de martillo son suficientes para poder insertar un taco que al recibir la escarpia se abre por dentro y asegura un cierto grado de firmeza. No, esa escarpia daba la sensación de solidez, de haber soportado algo importante o de peso. Golpeé con los nudillos para comprobar su dureza y asegurarme de que ese tabique era sólido; de esos que necesitan un taladro e incluso percutor cuando encuentra un ladrillo cruzado y que pueden precisar hasta la ayuda de algún punzón que lo quiebre. Esa escarpia estaba enhiesta, firme, como retando cualquier prueba. Quise, curioso, comprobar si era de clavo o tornillo y, con un pañuelo para no dañarme los dedos, forcé el giro a la izquierda y, aunque evidenció una notable resistencia, conseguí la media vuelta que me confirmó que era de rosca. La volví a su posición inicial y mientras elucubraba sobre el marco, mueble, estante, percha o cualquier objeto al que había servido, observé una tenue grieta que partía de la parte inferior. Sentí el leve daño que había sufrido y como si me preguntara el porqué de aquella prueba. Quise darle una utilidad temporal y colgué en ella mi gabardina del pequeño pasador interior del cuello y que, normalmente con el logotipo de la marca, sirve para esos menesteres. De repente, adquirió otra dimensión y transformó toda la estancia. El vacío se había roto y las sombras que la luz proyectaba por los pliegues de mi prenda la llenaron de significado e importancia. La escarpia, sobresaliendo, se mostraba orgullosa y me contagiaba su satisfacción. Seguramente, había sido testigo mudo de intensas e importantes vivencias. Lentamente, continúe la visita por la vivienda observando los detalles de cada una de las habitaciones, la calidad de los materiales, lo adecuado de la distribución y el estado general. En la mayor parte se apreciaban las huellas de los muebles ausentes y su disposición por los antiguos moradores; y eso que la agencia había hecho un buen trabajo de acondicionamiento. Solo se habían dejado la escarpia. Mientras revisaba con el agente los planos, condiciones, vecinos, gastos y detalles varios, volvimos a la habitación inicial de la visita y le manifesté que estaba dispuesto a hacerme con la propiedad. Entonces, el vendedor me preguntó que qué era lo que más me había gustado de la casa: pues todo, le contesté, pero especialmente la habitación de la escarpia. Esa escarpia solitaria. Me miró, interpretando ironía en mis palabras y me dijo que antes de la entrega la arrancarían, cubrirían esa pequeña grieta y alisarían la pared. No, no lo hagan, por favor. Le repito que es lo que más me ha gustado de la casa. No toquen esa escarpia.

lunes, 20 de enero de 2020

Bailar en la oscuridad



Nos propone el taller de escritura al que asisto los martes, una incursión en el mundo interior de una persona que, o bien es ciega de nacimiento o pierde la vista a lo largo de los años. Desde el primer momento no me pareció un tema fácil y procuré documentarme de diversos modos, hasta encontrar la deslumbrante película de Lars von Trier “Bailar en la oscuridad”. No estoy seguro de que lo que sigue obedezca plenamente a la tarea encomendada, pero mi tendencia libertaria antes que cualquier formalidad me impulsa, en este caso de manera entusiasta, a expresar el enorme impacto que esta película me ha producido. De entrada y casi concluyendo diré que nos encontramos ante una obra maestra del cine. Una película deslumbrante, conmovedora y tan hermosa como perturbadora. 

Selma (Björk) es una obrera, madre soltera e inmigrante checa en un pueblo del la América profunda. Trabaja hasta la extenuación, y ahorrando dólar a dólar, con el fin de que su hijo Gene sea intervenido quirúrgicamente y evitar la ceguera hereditaria que, de no ser tratada prontamente, sufriría como ella que ya se ha acostumbrado a un mundo de oscuridad. En ese mundo de sombras, von Trier y la maravillosa Björk componen un bellísimo musical en el que se desarrollan todas las ilusiones y sueños de nuestra protagonista; con cada sonido de una máquina, de unos zapatos, de un lápiz deslizándose en el papel, de un cristal, de las vías de un tren, del viento en los campos, se compone un espacio onírico subyugador que le permite sobrellevar, día a día, la poca luz que la acompaña y evadir la realidad del mundo que la rodea. Selma busca la música en la cotidianidad, donde se esconde y trata de sentirla. Todo termina por abrirse al mundo de la música. Todos los sentidos se reducen al auditivo, sentido que constituye, junto al bienestar de su hijo, su razón de ser. Todo lo que vemos ella lo siente a través de la música. Contrapuntos del sonido y la ceguera, son la bondad y la crueldad, la verdad y la mentira, la risa y el llanto.  Y son la fantasía de las canciones y números de baile de sus musicales favoritos los que la transportan a un mundo amable y bello “porque en los musicales nunca pasa nada malo”. 

Y, sin embargo, pocas historias más desgarradoras, durísimas, tristes y a la vez bellísimas nos ha regalado el cine como la de 'Bailar en la oscuridad' que, al tiempo, es un hermoso canto a la vida en su plenitud más gloriosa. Una concatenación de sucesos la conducen irremediablemente a un trágico final, evitable si accede a renunciar, incluso temporalmente, a la razón de su vida. Selma no atienda a ninguna lógica que no sea impedir que su hijo sufra su mismo mundo de sombras, y su trágico destino es consecuencia de su indolente actitud que da prioridad a sus emociones y valores por encima de su propia supervivencia. Pero es fácil comprender que el alma pura del personaje nos coloca ante una hipérbole trágica, un poema lírico, que enfrenta el egoísmo, la carencia ética, y la clara condena de la doble moral de la sociedad norteamericana. 

'Bailar en la oscuridad' es una delicia sensorial y un durísimo golpe en el alma. El final de la película hiela la sangre y agita tu corazón con unas imágenes desgarradoras y un silencio, ahora sí, ensordecedor. Y sin ser un bienintencionado y previsible alegato al uso, nos golpea con esas imágenes de la indignidad humana que supone la pena de muerte.
Todavía conmocionado.

viernes, 17 de enero de 2020

Mi cazadora de aviador



Siempre quise una cazadora de aviador, pero no había encontrado el modelo adecuado. Casi todas y siguiendo la tendencia respondían a la estética de motorista.

 - Ahora que estamos fabricando en el nuevo taller prendas de piel para la colección de mujer, me gustaría hacérmela a medida, les dije a Ismael, director del equipo de diseño que formaban junto a Ana y Maite.
 -Pues creo que aún guardo algunos bocetos y fotos de mi etapa en Burberrys, me dijo Ana.
- Ya me los enseñarás, pues me cuesta bastante encontrar lo que quiero -le dije- y la idea la tengo clara. Tiene que parecerse a las que llevaban los pilotos de la RAF inglesa o los de la Luftawe alemana en la segunda guerra mundial. A ver si en Nueva York encontramos algo.

Desde al año 2000 no habíamos regresado a la ciudad que solíamos visitar en busca de modelos a copiar o ideas inspiradoras para trasladarlas a nuestra colección. La tragedia de las torres gemelas y el triste pálpito vital posterior, unido a las incomodidades de los múltiples controles y dificultades, habían desaconsejado ese regreso a una ciudad en la que había disfrutado tanto -Maite no la conocía- con Ana e Ismael. Pero nos decían que las cosas, dos años después, ya se habían normalizado y, aunque no conseguimos vencer la pereza de Ismael, marchamos los tres, como siempre, ilusionados. Maite soñaba con subir a lo alto del Empire State y contemplar las maravillosas vistas de la ciudad. Ana y yo ya habíamos estado y aprovechamos una mañana en la que ella no se encontraba del todo bien, -un leve catarro- para dejarla en el hotel y acompañar a Maite en esa visita.  Todo había cambiado. Lo que antes era sencillo y fácil se había convertido en esperas interminables, controles exhaustivos, cacheos indiscriminados y todo tipo de incomodidades. Mi alergia a las colas y esperas, como a las gestiones administrativas, es tan exagerada como insuperable. Solo la ilusión de Maite, me hizo soportar, no sin quejas ni resoplidos, la ascensión hasta el final de la torre y que supuso hora y media de suplicio. Una vez en lo alto, le dije a Maite que se tomara todo el tiempo que quisiera para disfrutar de las vistas mientras yo, agotado, me disponía a encender un cigarrillo -todavía se podía fumar en espacios abiertos- y calmar mi ansiedad. Al cabo de unos veinte minutos y después de rodear toda la torre se acercó y me dijo: ya está, ¿bajamos? Y le miré a los ojos. Brillantes, gozosos, felices y plenos de gratitud fueron, aquel día, lo más hermoso del cielo de Nueva York.

Por la tarde, y recuperada Ana, anduvimos por todas las tiendas del Soho además de los almacenes Barneys, Sacks, Macy´s y Bedford Goodman, haciendo nuestro trabajo de investigación y comprando las prendas que pudieran servir de base para alguna línea de nuestra propuesta creativa. Y también buscábamos cazadoras. Alguna de Chevignon o Ralph Lauren se aproximaban a mi idea, pero con exceso de fantasía. En una librería de viejo, y de verdadera casualidad, encontramos un libro de uniformes militares de la segunda guerra mundial, lleno de fotografías de soldados de todos los cuerpos y bastantes aviadores junto a sus aeroplanos, con lo pantalones anchos de pliegues, botas acordonadas y cazadoras de piel, posando ante la cámara en momentos de descanso. Allí se encontraban múltiples modelos de mi agrado y que servirían, haciendo los patrones adecuados, para fabricar mi ansiada y exclusiva prenda.

De regreso y ya en el estudio, Maite hacía los primeros bocetos y Ana se encargaba de los forros y fornituras adecuadas. Elegimos una piel de vacuno, recia en apariencia, pero suave, flexible y mórbida al tacto que denotaba un excelente curtido; el elástico de la cintura y puños estaría recubierto con la mejor calidad de punto y en un hilo de merino extrafino que no se suele utilizar en complementos; el interior, acolchado y con bolsillos de parche de la misma piel exterior, ya contenía uno pequeño del tamaño de los móviles de entonces y que hoy ha quedado para otros usos. Charreteras reforzando los hombros, apliques que simulaban los escudos distintivos de las unidades militares, fuelles en la espalda, grandes bolsillos de plastrón con cierres de presión y un gran cuello redondeado que con el paso y el uso de los años ha adquirido ese aspecto de napa más oscura que el resto de la piel. El cierre de cremallera completaba el hermetismo de la pieza. Ismael seguía, admirado, la calidad con que se fabricaba en ese taller pues siempre tuvo una extrema debilidad por la calidad intrínseca de cualquier artículo y del trabajo bien hecho.  
Es mi cazadora de aviador que me acompaña desde hace dieciséis años, que guardo   como un tesoro y que sigo utilizando. 
Fue la etapa profesional más gozosa de mi vida y creo que de la de todo el equipo. La sintonía personal se unía a una simbiosis de criterios, percepciones y gustos que hacían de cada jornada de trabajo una fiesta. Nuestros viajes, también a París, Londres o Milán, reforzaban esa relación.
Pocos años más tarde y debido a la enorme competencia del mercado y a los costes de producción nacional, la corporación propietaria de la fábrica y la marca, decidió su cierre. Algo muy doloroso para todos los que habíamos conseguido hacer de nuestro trabajo algo más que una relación profesional. 
El día en el que nos despedíamos, entre abrazos y lágrimas sabíamos que una etapa única había concluido. Y yo, con la convicción de que los tres eran un ejemplo de lo mejor que la vida profesional puede aportar a una persona. 
Han pasado los años y seguimos manteniendo un esporádico contacto; los recuerdos, que tienden a situarse al borde de la memoria no han caído en el abismo del olvido.

Cuando llega el otoño y, como ahora, comienza a refrescar, voy a mi armario, recupero la cazadora, le quito la funda de tela, la miro sonriente y me la pongo. Me abrazo con ella y revivo nuestra amistad, aquellas lágrimas y abrazos y el cielo de Nueva York.

domingo, 12 de enero de 2020

Día de lluvia en Nueva York




Siempre aprecié el cine como una experiencia compartida pero íntima. La oscuridad, el sonido, la pantalla y el silencio, sobre todo el silencio, como expresión de respeto, tanto como para el creador de la película como para el resto de los espectadores, componían un mundo mágico que durante dos horas te trasportaban de la realidad al sueño. Y determinadas películas -todas lo merecen- casi lo exigen. Recientemente, he visto la excelente comedia de Woody Allen “Día de lluvia en Nueva York” en uno de esos pequeños cines -no más de cien butacas- cómodos y con buen sonido; la verdad, algo más que el salón de mi casa y con calidad acústica parecida. La diferencia es que en este caso la hubiera disfrutado en ese silencio que reclamo y necesito, mientras que en la sala de cine la disfruté y sufrí con comentarios, risas a destiempo, ruidos y aromas de palomitas que por momentos me provocaron verdadera irritación. Y es que el cine ya no es lo que fue. Las salas se han visto obligadas, para rentabilizar la exhibición, a vender todo tipo de comidas y bebidas y los espectadores adoptan una actitud “televisiva”, como si en el salón de su casa estuvieran, sin el menor recato en comentarios y, en muchos casos, con tendencia a “radiar” la cinta. -Mira, el puente de Brooklyn, la Tour Eiffel, la estatua de la Libertad, etc. son voces tan odiosas como habituales. La película de Allen, alejada de una obra maestra, tiene la delicadeza y poesía del director que ama la ciudad y te empapa de ella, además de unos diálogos inteligentes, dinámicos e interesantes. Toda la cinta se ve con una sonrisa, pero sin ninguna carcajada. Algo que algunos espectadores consideran casi una obligación al ver películas de este director. Insufrible. Hace tiempo que vengo batallando por la implantación definitiva de la multipantalla. Algo a lo que la industria del cine se resiste por intereses económicos y percepciones cortoplacistas. Sé perfectamente que no hay nada mejor que una película en un buen cine y en las condiciones ideales. Pero estas, hoy, casi no se dan. Espero que, no tardando, esté accesible para verla de nuevo en streaming en el salón de mi casa y disfrutarla como se merece. Al menos, como a mí me gusta.