martes, 18 de enero de 2022

Perdidos en Tokio

 




Sensualidad y caos es la sensación que me provoca el segundo visionado de la película Lost in Translation interpretada por Scarlett Johansson (Charlotte) y Bill Murray (Bob). Esto de ver las películas dos veces se ha convertido en una costumbre siempre gozosa.

Comienza con Charlotte tumbada en la cama y de lado. La cámara nos muestra su cuerpo, de la cintura a los pies, con unas recatadas braguitas rosas semitransparentes y sus piernas al aire. La imagen, inspirada en un cuadro del pintor hiperrealista John Kacere, ha pasado a la historia del cine como la de Mena Suvari bañada en rosas de American Beauty y es metáfora de la sensualidad permanente del film.

Bob, un maduro actor americano en decadencia, acepta la oferta millonaria para ir a rodar un anuncio del whisky japonés Santori. Después de un matrimonio de más de veinte años, está afrontando una grave crisis emocional, y se siente frustrado y aburrido también con el desarrollo de su profesión. La soledad y la desesperanza son sus compañeras vitales desde hace tiempo. Pasa sus ratos libres acodado en la barra de uno de los bares del inmenso hotel Park Hyatt de Tokio, donde coincide con Charlotte, una joven veinteañera, recién casada con un fotógrafo que tiene que hacer algunos viajes, quedando perdida entre el hotel y las visitas a la ciudad de Tokio.
Allí se conocen, y poco a poco, entre conversaciones breves, se va entablando una amistad no exenta de atracción. Con lo efímero de la confianza entre dos seres distantes, comparten el vacío de sus vidas entre charlas de intimidades sin el miedo a contarlas a un desconocido. Pero lo más interesante son los planos sin palabras en los que el acercamiento entre ellos se va haciendo cada vez más explícito.

El atractivo de una joven ilusionada por la vida, su aparente ingenuidad, su frescura y libertad van, de forma tan pausada como intensa, fascinando a Bob y haciendo que se plantee si otra vida es una opción o está todo perdido. La alternativa de la esperanza vuelve a renacer a pesar de que su vida está hecha y es difícil de recomponer.
Por su parte, Charlotte percibe la atracción de la madurez sobre la que se ha abierto ese resquicio de fragilidad en un hombre adulto, aparentemente seguro de sí mismo y con el que siente otra emoción diferente a la relación insustancial con su marido. No en vano y durante una conversación se pregunta “no sé con quién me he casado”. La diferencia generacional y los esfuerzos de Bob por parecer joven le provocan una doble ternura y seducción.

El de Bob y Charlotte será un romance platónico, sobre el que siempre sobrevuela la posibilidad de la culminación física; pero sobre todo será un encuentro de sensibilidades, de dos almas perdidas en armonía que se reconocen y conmueven por encima de las diferencias generacionales. Y que se están pidiendo en suaves susurros.

Un tercer personaje es la ciudad de Tokio como metáfora del caos en que ambos están sumergidos. Las calles plagadas de neones, con signos y sonidos incomprensibles, la diferencia cultural, los karaokes – en los que se suceden escenas inolvidables- actúan de mapas confusos como su propio ser, en los que se sienten perdidos y que poco a poco derivarán en los sentimientos pudorosos, en las sutiles emociones, en las miradas y en leves roces repletos de intimidad. 
Y ese será el escenario del adiós. ¿Un adiós abierto? Esa llamada, después de haberse despedido en el hotel, cuando casualmente Bob la ve confundida entre el gentío caótico de las calles, y que concentra una burbuja entre dos seres únicos en ese espacio. Y ese abrazo intenso y largo, como deseando que no acabe, ese beso apasionado -esta vez sí- y que conduce a un nuevo abrazo en el que Bob le susurra algo al oído que nunca sabremos. ¿No dejaré que nada se interponga en nuestro camino? ¿Nos veremos en el próximo anuncio? Tenemos que reencontrarnos de alguna manera. 

Mientras Bob camina hacía atrás y ella lo mira sin moverse, la muchedumbre rompe esa burbuja y todo se va perdiendo y confundiendo. Los dos habrán empezado su largo camino entre la sensualidad y el caos.









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