viernes, 18 de diciembre de 2020

Sus labores

 

(Este texto corresponde al ejercicio literario "flujo de banalidades)

Pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Lo advirtió por la vibración en su muñeca del “smartwatch” que le habían regalado recientemente y que sincronizaba con el “smartphone” proporcionándole una cantidad de información que le parecía de utilidad. Kilómetros caminados, calorías consumidas, calidad del sueño y tiempos e intensidad de sus diferentes fases, variaciones del oxígeno en sangre durante el descanso y, además, muchos de los informes que contenía su móvil. Al comprobar que era un número con prefijo de Irlanda, dejó que sonara y no contestó, pues sabía que era una de esas llamadas en las que tratan de venderte algo que no deseas ni te interesa y que tienen la oportunidad de hacerlo en el momento más inadecuado. Estaba con su Dyson sin cables, últimamente adquirido, y que le había incorporado cómodamente a las faenas del hogar. Ya no tenía que arrastrar esa máquina entubada y con un cable de considerable largura y tener la precaución de que en los giros no golpeara todas las esquinas de la casa. Este nuevo aparato facilitaba mucho esa labor y la hacía, si no grata, al menos soportable. Los distintos accesorios de que constaba permitían el acceso a todos los rincones sin mayor esfuerzo y había quedado atrás ese dolor de riñones que siempre acompañaba a la finalización de la tarea. La llamada le sorprendió en el pasillo, quizás la zona más fácil de realizar debido a su falta de muebles, objetos y recovecos y a punto de entrar en el salón. 

Movió el macetero alto y de finas patas de madera de Valentí y luego el grande, con su hermosa planta, y cambió al accesorio tubular con su cepillo para hurgar en las esquinas y dejarlo todo limpio. Lo mismo hizo, con sumo cuidado, con la pareja de altavoces encastrados en una estantería de obra y de los que tan orgulloso se sentía. Eran dos Polkaudio, de siete vías y de gran potencia, que proporcionaban a cualquier volumen una calidad de sonido excepcional. El cableado era una banda ancha de dos centímetros, con sus vías derecha e izquierda, que se conectaban al amplificador, junto a otro cable redondo que comunicaba entre sí ambos bafles.
 
Cuando termine la faena, me relajaré y pondré a Michel Camilo y Tomatito, deseó.
 
Debajo del televisor tenía las figuras de tres guepardos de porcelana que los miraban de frente mientras veían una película. Uno era grande y los otros dos más pequeños y desiguales. Como una familia de tres miembros a la que habían bautizado como Simba y sus crías. Había que desplazarlos, pues se encontraban sobre una pequeña alfombra tunecina que había que retirar para su limpieza con el accesorio rascador. Volvió a notar la vibración en su muñeca y, al comprobar de nuevo el número, directamente colgó. Cambió el accesorio del aspirador por el de parqué y trasladó sin dificultad la mesa de centro gracias a las cuatro ruedas situadas en sus ángulos; ni movió el sofá ni el gran sillón que había hecho suyo y en cuyos brazos reposaban sus libros, sus mandos a distancia y su móvil. Eso para el próximo día, pensó. Continuó con los bajos de la mesa comedor y las sillas y debajo del otro mueble de almacenamiento. Paró el motor del aspirador y con un paño suave limpió la parte superior de los seis cuadros colgados encima de ese mueble y después de los cuatro que estaban encima del sofá. El dormitorio resultaba fácil, pues una vez desplazadas las mesillas el resto resultaba diáfano. Cambió de dispositivo para el baño, apropiado para el suelo era de cerámica granulosa. Cayó en la cuenta de que no había pasado por la habitación de invitados -en realidad la de sus hijos- y se dirigió a ella para el concluir el trabajo. Colocó el aspirador en su fuente de alimentación y observó, a través del depósito trasparente la cantidad de polvo acumulada. Parece mentira, se dijo, y parecía que estaba todo limpio. 

Llenó a mitad el cubo de la fregona, depositó un tapón de detergente y lo pasó por el baño común y luego por el del dormitorio. Tiró el agua al inodoro después de aclarar y escurrir bien la fregona. 

Por hoy, he concluido, pensó. Ahora escucharé un poco de música. 

Cambió de opción y de dispositivo y no puso la que había pensado. Miró hacia su giradiscos Sony que parecía reclamar su atención. Formaba parte de esos objetos íntimos y amados. Un aparato profesional, con un error de un tercio de treinta y tres revoluciones por minuto y un peso de aguja, también, de un tercio de gramo. Tomó entre sus manos el último disco de Carla Bruni que contenía, entre sus siete temas, una cortesía en español. Mientras escucha “Le petit guepard” y miraba a los suyos, sonó de nuevo el teléfono. Con la calma que a veces conlleva la irritación, colgó, clicó el icono de información del número, hizo descender la pantalla y pulsó la opción bloquear número. El tema de la Bruni había finalizado y comenzaban los acordes de “Porqué te vas”.

jueves, 10 de diciembre de 2020

El Hotel donde olvidé mis pantalones

 


Durante mucho tiempo no dejé de viajar a Andalucía, al menos dos veces al año, al punto de que se me hizo casi imprescindible ese cambio cultural y geográfico. Bien en dirección a Málaga o Sevilla habiendo, en ocasiones como esta, destinos intermedios. Casi siempre madrugaba mucho para estar disponible para el trabajo por la tarde, al encontrarme, en el hotel o la tienda de algún cliente, con el representante en la zona. En esa ocasión salí a mediodía con objeto de llegar con tranquilidad a dormir y comenzar la siguiente jornada a la hora del desayuno en la que me había citado con mi agente. Siempre tuve la sensación de que de Zaragoza a Madrid estaba de viaje -físicamente es obvio- pues el trayecto no me proporcionaba ninguna motivación ni sensación especial. Tomar la autovía A2 e ir pasando por las diversas poblaciones, solo percibidas por el cartel anunciador en las diferentes salidas y, en algunos casos, observarlas de lejos, producía escasas emociones; Calatayud, Santa María de Huerta, Medinaceli, Guadalajara, y el desvío por la radial dos en dirección a la autopista A4, es un trayecto cuyo único encanto reside en la música que te acompaña en el coche. Al menos yo, nunca le encontré otro. 

Una vez que te dejas caer al sur, ya atravesado Madrid, mi sensación era la de viajero. El trayecto largo por Aranjuez, Ocaña, Manzanares, Valdepeñas, en definitiva, por las llanuras de Castilla la Mancha, tenían algo de descubrimiento, de reminiscencias del pasado con sus molinos y Ventas, de próximo y ajeno a un tiempo. Las casas se aplanaban, distanciaban y disminuía el tráfico. Estabas en un viaje de extenso recorrido, pero con una mirada grata, descansada y apacible. Y, además, con la conciencia de que pronto se produciría esa emoción que siempre sentía al poco de recorrer las angostas curvas de Despeñaperros y acceder a Las Navas de Tolosa, La Corolina y Bailén, allí donde el General Castaños -aguerrido, valiente y humilde, como buen español- aceptó la espada que le ofreció el Mariscal Lefèvre, -vencedora en cien batallas- como nos contaba la épica Historia de España de mi infancia. 

Algo sucedía en mi ánimo al encontrarme en esos campos de Jaén, con sus tierras rojizas, sus elegantes olivos, su silencio y el sol aplanador que suspendía el tiempo. Un retorno a la placidez y serenidad de la niñez, a la vida enamorada y a una seguridad solitaria. Abandonaba el norte y me recibía el sur en un abrazo ausente. Disminuía la velocidad para disfrutar, gozoso, de ese trayecto que, contrariamente a lo habitual, deseas que se haga más largo. A ver si al regreso tengo ocasión de comprar un paté de perdiz en la Venta de Bailén, me decía. 

Con toda la calma, al poco tiempo llegaba a mi destino: la ciudad de Linares, famosa, entre otras muchas cosas, por los campeonatos del mundo de ajedrez que, a lo largo de los años, allí se han celebrado. Tenía una reserva en el hotel Aníbal, perdido en mi memoria después de tantos años de viajes y hoteles. Los adelantos actuales, con las aplicaciones de viajes, te dirigen hasta la misma puerta de tu destino. Aparqué en una explanada reservada a clientes y con mi maleta y mi funda de trajes me dirigí a la recepción. Después de hacer el registro y asignarme la habitación subí para instalarme. Ya en el ascensor tuve una extraña sensación de recuerdo a la que no di más importancia. ¡Cuántos ascensores de hoteles habré subido en mi vida! Abrí, con una de esas llaves pesadas, grandes y planas terminadas en una bola, la puerta de la habitación y dejé mi maleta sobre el mueble para ese uso destinado y la funda con mis trajes sobre la cama. Al mirar a la ventana y ver las ramas de los árboles y sus hojas sobre la forja del balcón, tuve la certeza de que allí había estado. Pero no recordaba ni el aparcamiento, ni la entrada, ni la recepción. Bueno, voy a organizarme, me dije. Y al abrir el armario, con sus desiguales perchas vacías, los vi. Mis pantalones de algodón gris marengo y finas rayas diplomáticas vinieron a mi memoria y llenaron una pérdida. Aquí, seguro que aquí, olvidé esos pantalones. 

Una vez instalado, bajé a recepción y pregunté:

- Disculpe, ¿el hotel ha hecho alguna reforma reciente?
- Claro, señor, hace un par de años. La mayor parte de las habitaciones no se han modificado pero la recepción sí; estaba justo en la parte contraria.
- ¿Y no tenían una sala homenaje con las fotos de todos los campeones de ajedrez que por aquí habían pasado?
- Se mantiene igual, señor. Si sigue el pasillo, el tercer salón se llama Ajedrez. Solo hemos cambiado la entrada de norte a sur.
- Gracias, muy amable.

Me dirigí al salón y contemplé la habitación con todos los cuadros y las fotos, casi todas con un ajedrez y un rostro.
Por una de las ventanas se veía la explanada de la plaza en la que una noche, esperando, vi llover a cántaros. Era este el Hotel. El hotel en el que olvidé mis pantalones.