La clásica máquina de escribir Underwood reposaba sobre el ángulo superior izquierdo de la mesa de nogal cuya superficie estaba protegida de los golpes por un grueso cristal. El recio tapete de gamuza verde sobre el que se apoyaba facilitaba su deslizamiento hasta colocarla de frente para iniciar la escritura. Antes que nada, comprobó, con un papel inservible, el desgaste de la cinta pues deseaba que el texto resultara nítido y limpio. Decidió que había que cambiarla. Levantó la palanca que sujetaba los dos rollos divididos en los dos colores típicos; en la parte superior el negro y en la inferior el rojo. Un dispositivo en el teclado, levantaba el apoyo de la cinta y hacía que las varillas con la letra tipo correspondiente golpeasen sobre el rojo. De no hacerlo así, y por defecto, la escritura era negra. Esa distinción de colores tenía su origen en los textos de contabilidad y respondían a los conceptos contables del debe y el haber. Si se trataba de un negocio, era bueno que la parte roja de la cinta se utilizara lo menos posible. También, otro dispositivo modificaba su posición para facilitar la impresión de las mayúsculas. Las varillas tipográficas, se hallaban dispuestas en forma semicircular, de modo que los tipos siempre golpearan el centro de la máquina. La cinta y el papel se desplazaban a cada impacto, de izquierda a derecha, hasta llegar a un punto en el que un leve sonido, similar a un tilín, señalaba la proximidad del final y, por tanto, avisaba para no descomponer las sílabas de la palabra. Abrió el segundo cajón de la derecha de la mesa de despacho y tomó un recambio de cintas Korex, con cuidado para evitar mancharse, y colocó ambos rollos en la posición adecuada; el que estaba completo en la izquierda y en la derecha el que habría de recibir el resto de la cinta utilizada. Con cuidado, insertó la cinta en la cuadrícula central que recibiría el imparto de la varilla y la sujetó con las pequeñas pestañas que aseguraban su correcta disposición. Ya estaba la máquina dispuesta y en perfecto estado para su uso. Tomó el primer folio y lo sobrepuso sobre una hoja de calco y sobre otra de papel cebolla. Le gustaba tener una copia en ese papel casi translúcido por si debía enviarlo o mostrar a alguien mientras se reservaba el original. Los ajustó con la máxima precisión manual y los acopló al carro, haciéndolo girar sobre el rodillo con la rueda lateral, hasta que apareció ante su vista el inicio de la página. Presionó la tecla de carro libre para ajustar definitivamente el encuadre del papel, que quedó sujeto con la varilla horizontal que aseguraba y permitía su movimiento por medio de los pequeños rodillos giratorios. Se acomodó en el sillón de madera, apoyó los brazos y miró a la máquina. Había decidido escribir una novela negra breve, basada en una historia que le habían contado. Tomó un cigarrillo de su paquete de Chesterfield y lo golpeó con suavidad sobre el cristal de la mesa con objeto de prensar el tabaco por la parte que iría a sus labios. Lo encendió con su mechero Dupont, y disfrutó con el clic que hacía a cerrarlo, sonido que era particular y propio de esa marca de encendedores. Siempre le habían gustado los elementos mecánicos. Además de los sonidos que emitían al utilizarlos -para él eran música- admiraba la enorme creatividad que los sustentaban. Conjuntamente con el ingenio y su utilidad, todos contenían una gran belleza estética La simple máquina de escribir, sobre la que el humo del cigarrillo se esparcía como una pequeña nube, le parecía un prodigio. Sabía que habían aparecido las eléctricas, que automatizaban y hacían innecesarios muchos de los movimientos y gestos a los que obligaba la suya. Pero era precisamente eso lo que le encantaba. El gesto y movimiento provocado por su mano y decisión. Incluso la manualidad de la corrección, era hermosa. Aspiró de nuevo su cigarrillo y lo depositó sobre el cenicero que, al final de la jornada, quedaría repleto.
-Cuando abrió la puerta del ascensor la encontró en posición deforme y en medio de un charco de sangre…, comenzó.
Y continuó el traqueteo de la máquina, cuyas teclas había que presionar con una cierta fuerza. Un continuo frenesí de sonidos y movimientos se estableció en la estancia entre los giros del carro, la palanca de rotación, el final de página y la tecla de retroceso, que establecía un paréntesis para, con una tira correctora, dejar en blanco un error de escritura y volver a escribir en superposición. Se convertía en un momento de pausa que aprovechaba para, de nuevo, aspirar en humo del cigarrillo que esperaba algo consumido y mustio en la parte que apoyaba sobre el cristal. Estaba inspirado, y las páginas y la repetición mecánica se iban sucediendo a notable velocidad; en un lado las páginas originales, con su numeración en la parte superior, y en el otro las copias en papel cebolla.
Decidió el final del primer capítulo y deslizó sus dedos hacia el reloj de bolsillo. Ya estaba en desuso y casi todo el mundo lo llevaba de pulsera; pero a él, con su gusto por los mecanismos, le encantaba abrir con presión el muelle, que también servía de manecilla, y que se abriera mostrando la hora. Sentía que más que a la hora se abría al tiempo. Vio que pasaba del mediodía y lo cerró con el suave sonido de ajuste, lo devolvió al bolsillo y observó, sobresaliendo, la plateada leontina.
Devolvió la máquina de escribir a su lugar, y contempló los dos pequeños bloques de cuartillas ya escritas. Cruzó sus manos por detrás de la cabeza y estiró el cuerpo satisfecho. Había escrito casi sin parar y eso no era frecuente.
-Mañana, antes de retomar el trabajo, repasaré lo escrito, se dijo.
Al día siguiente, tal y como acostumbraba, acudió a su estudio a las ocho en punto. Nada más insertar la llave observó que giraba con facilidad y que al instante cedía el resbalón sin necesidad de dar ninguna vuelta. Con desconcierto y preocupación vio que en la consola lateral habían desaparecido las dos figuras de cristal de Murano que tanto apreciaba. Abrió la puerta del estudio y contempló el desastre; el archivador con los cajones abiertos y vaciados, papeles y notas por el suelo, libros, detalles decorativos, marcos de fotos y del secreter antiguo de persiana había desaparecido su valiosa colección de plumas de émbolo de tinta.
Al mirar su mesa al fondo notó su ausencia. Las cuatro marcas circulares sobre el tapete de fieltro le anunciaban su pérdida. Los folios escritos y los de papel cebolla se mezclaban esparcidos en total desorden. Ante sus ojos se mostró la última página escrita el día anterior y cuya palabra final era…ladrones.