jueves, 22 de noviembre de 2018

Merci, grand-mère



Conforme pasan los años o quizás más bien recientemente, parece que preciso de mayor reconocimiento. Si coloco un cuadro me digo que lo he hecho bien; si le hago alguna propuesta en la tienda a mi hijo digo que le será muy útil; si decido algún cambio en la ubicación de objetos en la biblioteca, ésta queda insuperable; incluso si me atrevo con la cocina alabo el final de mi plato y lo equiparo a la altura de estrellas Michelín. ¿Pero no os parece que está muy bien?, digo reclamando ese aplauso. “Chico, llevas un romance contigo mismo…”, me dice Carmen, y lo confirma la risa de mi hijo aprovechando para machacarme un poco. Y esto me ha hecho pensar. Y me he acordado de ella. Porque esta será la segunda Navidad que no está con nosotros y creo que es la responsable de mi hábito de alabanzas pues era la que más me aplaudía. Si alguna bombilla se fundía y procedía a su cambio, al iluminarse la habitación me miraba admirado; que su silla de ruedas se hacía pesada porque la ruedas estaban faltas de presión y con una sencilla bomba de bicicleta se las hinchaba, al deslizarse suavemente por el pasillo decía que yo servía para todo; que reparaba cualquier utensilio de menaje de la cocina, decía que tenía unas manos de oro. ¡Qué padre tenéis!, les decía a mis hijos con una mirada, entre asombrada y severa, con la que transmitía que debían estar a la altura de mi supuesta bondad. Incluso cuando después del desayuno la llevaba junto a la ventana, al subir la persiana para que entrara la luz me hacía protagonista de un nuevo amanecer.

El otro día y bromeando con Carmen –cosa que hago con bastante frecuencia- le dije: no sé qué está pasando con los años: antes te hablaba en francés y decías que te encantaba y me mirabas embelesada. Ahora dices que no me entiendes, le apostillé en divertido reproche. Y nos reímos un rato.

Estoy seguro de que ella, mujer humilde que sólo sabía leer y escribir, hubiera dicho: ¡qué bien habla en francés!

Merci, grand-mère

lunes, 19 de noviembre de 2018

A. Pérez Reverte y la entrevista





Soy hombre de pocas filias –incondicional de ninguna- y procuro evitar las fobias. Ninguna de las dos son buenas compañeras para esa objetividad a la que todos aspiramos. Por eso, el sábado pasado esperé con interés a un hombre que despierta ambas pero que considero un intelectual al que merece la pena escuchar. Los leves cortes en los que anunciaban a lo largo de los días la entrevista hicieron saltar mis alarmas y, a la vista del programa, no me defraudó.

Comenzaré con algo en lo que estoy absolutamente de acuerdo con él y es ese revisionismo tan absurdo como indocumentado acerca del descubrimiento –no me voy a enredar con lo adecuado o no del término- de América por el Imperio español. Pretender juzgar hechos que comenzaron en 1492 con miradas actuales es, sencillamente, estúpido. Unos cientos de salvajes que se embarcan a la conquista y expolio de nuevas tierras no puede entenderse con el pensamiento actual. Todavía es más grave que con ese pensamiento de hoy suceden cosas a nuestra vista o con nuestra connivencia que, ahora del todo, avergüenzan la condición humana. Todos los Imperios han sido y son depredadores. Y la tan destacada crueldad del nuestro es comparable e incluso sale beneficiada con relación a otros. Los invasores ingleses e irlandeses no dejaron indio viviente; los colonizadores holandeses no dejaron en Australia aborigen viviente; los belgas del rey Leopoldo son autores de las mayores atrocidades que se cometieron en el Congo. Y no hablemos de los USA. Con la diferencia de que esos hechos se han producido en siglos muy recientes y los nuestros se remontan a los siglos XV, XVI y XVII. Como mínimo el nuestro dejó estructuras sociales, políticas y académicas y, permítaseme la frivolidad, nuestra afición al “folleteo” derivó en un mestizaje que hoy podemos valorar tan único como positivo. Las sombras, los grises y los negros, todos. Y la brutalidad de los conquistadores ha sido documentada -el detalle es importante-por nuestros propios cronistas de la época e historiadores. Por eso, esta moda a la que es tan proclive alguna izquierda de postureo y frívola, y que además pretende una suerte de superioridad moral, es una de las cosas que me enervan. Ignorancia, soberbia y una buena dosis de estulticia.

Discreparé de Reverte, no tanto en su devoción jacobina, como en su condena a los nacionalismos. Se declara admirador del estado francés centralista –jacobino como dice- y, en otras ocasiones ha declarado que en España faltaron guillotinas. Es muy posible que tenga razón pero no tanto por motivos descentralizadores sino por los mismos que los franceses: derrocar a unos reyes y a una burguesía extractiva y explotadora –en nuestro caso ni siquiera ilustrada- originaria de todos los males que nos aquejan y perviven. Yo, como él, soy un profundo admirador de Francia como también lo soy de Alemania, Reino Unido, Suiza e, incluso en muchos aspectos, de los EE.UU. Todos tienen estructuras políticas y sociales totalmente diferentes a la francesa y funcionan con un grado de autonomía e independencia –empleo sin miedo la palabra- que da resultados óptimos. No debemos olvidar que en USA te pueden ejecutar por ley en unos Estados y en otros no –para mí máximo grado de independencia-; en Suiza, con 12.000 firmas se puede solicitar una consulta; en Reino Unido hemos tenido dos recientes; y Alemania está compuesta por “landers” con notable autonomía. Por eso, es tan respetable ser jacobino-centralista como federalista- autonomista. La base es el acuerdo social. Por eso me llama la atención que no proporcionara ningún argumento acerca de los beneficios o perjuicios de cada uno de los sistemas y solo hiciera afirmaciones del tipo “el nacionalismo es el peor de los males de un país” o “el origen de todos los males”. Afirmaciones tan rotundas como, en mi opinión, de nula consistencia.

Y, por último, mi gran decepción – los franceses tienen un término, “Je suis désolé”, más rico porque implica decepción y tristeza- al referirse a la Monarquía como forma de gobierno. Solo nos comunicó dos cosas. Que Felipe VI, nuestro actual monarca es una gran persona (sic) y que lo conocemos desde hace años –infancia incluida- y, por tanto sabemos quién es y repitiéndolo hasta la saciedad. Y que imagináramos un Presidente de la República como Rufián, Tardá o Puigdemont –una comparación manipuladora donde las haya- para acabar suavizando esas supuestas adversidades al añadir a Zapatero, Rajoy o Aznar. Desconozco qué pensarán o si preferirán los franceses un Rey – ahí tienen a otro Borbón aspirante- en el lugar de Macron, Hollande, Sarkozy o Chirac, en ese país al que tanto admira. Evitó, también, referirse a la historia, de la que es un profundo conocedor, y hablarnos de toda la dinastía de los borbones. Y menos del Rey emérito, desvergüenza de comportamiento en su reinado que es difícil de superar. Pero creo que olvidó lo más importante. Esa magnífica persona que tenemos como Rey es consecuencia de una de las, al parecer, múltiples cópulas reales, al igual que esa niña, Princesa Leonor, de la que todos los medios de comunicación no cesan de alabar su desparpajo, desenvoltura y naturalidad –esta debe ser por parte de madre- es también producto de otra cópula real. En el peor de los casos, y seguro que el más detestado por mis lectores, si Gabriel Rufián llegara a esa Presidencia de la República sería consecuencia de la elección libre de los ciudadanos.

Eso que llaman democracia.

domingo, 11 de noviembre de 2018

La importancia del idioma




Resulta bastante frecuente enarbolar como argumento despectivo o infravalorar los diferentes idiomas de España, la extensión e importancia -sin negar la relación no son siempre lo mismo- del español en el mundo. También parece que hay una tendencia a llamar español -la misma Academia Española lo recomienda- a lo que en su origen es la lengua castellana. También discusiones acerca de las diferencias o igualdad de la lengua que se habla en Catalunya o Valencia. En definitiva, conflictos que refieren con más certeza que rigor técnico realidades políticas. A mí, como a cualquier demócrata, me resulta especialmente molesta, por la falacia y elementalidad argumental, esa comparación frecuente del castellano con el catalán basada en el número de hablantes. Esa extensión del primero es debida al hecho de que existió un Imperio español, al igual que lo fue el inglés o a que la inmensa población de China hace que su idioma sea de los más hablados del mundo. ¿Seguimos haciendo carreras o nos centramos en lo que significan y en el origen de los idiomas? Yo mismo, en mi blog personal, he hablado de lo que significa el idioma en la identidad de una nación, comunidad o pueblo y por tanto obviaré ese discurso y me centraré -solicitando comprensión hacia mi falta de autoridad- en el origen de estos idiomas. El castellano, francés, catalán, gallego, italiano, portugués, etc. son lenguas provenzales que tienen un origen común que es el latín. De ellas, quizás sea el castellano el que más influencias exógenas tenga, pues se reconoce que determinadas palabras y sufijos como los terminados en ez tienen su origen en el euskera -omito hablar de esta ancestral lengua pues llevaría a un texto tan largo como limitado mi conocimiento- sin bien tampoco por ello merece calificarla de contaminada. A mí, en contrapartida, me parece de una inmensa riqueza que un pequeño país como el nuestro, con una apasionante historia que, como todos en Europa, está repleta de luces y sombras, contenga esa variedad de lenguas y emplearé todas mis energías como ciudadano libre para su fomento en igualdad de condiciones. Admiro que Catalunya, a pesar de todas las imposiciones históricas, haya conservado y fomentado esa hermosa lengua que Serrat llamaba la “llengua del pit” (lengua del pecho) y que me parece una maravillosa descripción de lo que significa, lejos de maliciosas interpretaciones, la identidad de un pueblo. Qué decir del encomiable esfuerzo de Euskadi por recuperar y extender a todas las capas sociales, incluso llegadas de fuera, esa dulce lengua -recomiendo un acercamiento musical par apreciar su belleza- tan sentida como antigua. Ojalá, los gallegos se esfuercen en mantener y fomentar su idioma. 
En definitiva, lo que quiero decir y resumo es que me gusta que en Zamora hablen castellano, en Mollerusa catalán, euskera en Hernani, gallego en Cambados, italiano en la Toscana, inglés en Liverpool o español en Chile. 

Incluso que en China hablen mandarín.