martes, 23 de marzo de 2021

El bacilo de Koch

 



Estaba muy delgado. Con una altura de uno con setenta y ocho centímetros apenas pesaba cincuenta y seis kilos. Hacía un par de meses que se había licenciado y terminado el servicio militar. Se había alistado voluntario, con dieciocho años, pues por problemas económicos familiares tenía que garantizarse no ser trasladado fuera de su ciudad y tener las tardes libres para trabajar. Por otra parte, no quería dejar de estudiar y se había inscrito libre en la carrera de Comercio. Libre, significaba que compraba los libros y sin ninguna tutoría ni asistencia a clase se presentaba en el mes de junio a los exámenes. Sus jornadas diarias se dividían entre ejército, trabajo, estudio y unas cuatro o cinco horas de descanso. El café, unos diez o doce, y un par de paquetes de tabaco - con alguna pastilla de algo que se llamaba Centramina- le ayudaban a soportar ese intenso ritmo.

Un día, a la noche, comenzó a toser y observó que los esputos estaban manchados levemente de sangre. No le dio más importancia pues pensó que alguna vena bronquial forzada era la causante. El maldito tabaco podía ser el culpable. A la mañana siguiente, al despertar, fue al baño y su expectoración contenía más sangre que se convirtió en casi un vómito. Se alarmó y se lo dijo a sus padres. Rápidamente se trasladaron a la Casa Grande -ese era el nombre con el que todo el mundo conocía al Hospital Miguel Servet- donde le realizaron todas las pruebas necesarias, aunque el estetoscopio y la radiografía ya daban un diagnóstico concluyente: hemoptisis provocada por múltiples infiltraciones pulmonares en ambos lóbulos superiores de etiología tuberculosa. 
El impacto fue tremendo. Aunque hablamos de principio de los setenta, las resonancias de la enfermedad, tuberculosis, se asociaban a la pobreza, la desnutrición de los años de posguerra y al temor posible de contagio. Todavía una enfermedad maldita que exigía el aislamiento. Ese aislamiento, tenía como destino el Sanatorio Royo Villanova, hoy un hospital general, pero entonces conocido y referido con el tenebroso nombre de El Cascajo. Uno de los médicos, al verlo tan joven, desvalido y afectado le dijo: no te preocupes que lo superarás, pero tienes que hacer reposo y sobre todo comer mucho, aunque no tengas hambre, come mucho. 

Una ambulancia los llevó directos al sanatorio a efectuar el ingreso. Las monjas se ocupaban de la mayor parte de las funciones de asistencia. Una de ellas los llevó a la cuarta planta en la que, en una sala grande, había diez camas, cinco frente a cinco, y unas taquillas con una mesilla. – A ver, dijo a todos, tenemos un nuevo compañero; y le llevó a su cama mientras hablaba con sus padres. Un enfermo, afectuoso, se le acercó y le señaló una especie de bandeja cóncava de metal. Esto es para los esputos por la noche, le dijo. Se quedó sentado y mirando al gran ventanal por el que se veían los campos. No te muevas de aquí que vamos a bajar a ingresos con Sor Esperanza, le dijeron sus padres. 
Al cabo de poco tiempo, que se le hizo eterno, y sin moverse de la posición en que había quedado sentado en la cama, vinieron a buscarle y bajaron por las amplias escaleras hasta la planta baja. En ella y a lo largo de un ancho pasillo había unas habitaciones dedicadas a enfermos de pago. Se detuvieron ante el número quince. La monja abrió la puerta y vio una cama recién hecha, una mesilla, un armario de pared y una gran puerta acristalada que deba a una terraza, compartida con la habitación adyacente, en la que había una tumbona y una manta doblada. Le pareció la antesala del paraíso. Se desnudó, se puso el pijama y se metió a la cama. Necesitaba tanto esa intimidad, la protección de las paredes, que la soledad era su mejor compañía. Descansa, le dijeron sus padres, que mañana volveremos. Dos lágrimas descendieron lentamente por sus mejillas. A los pocos minutos de quedarse solo, se durmió.

A las ocho menos cuarto de la mañana siguiente apareció la monja con una jeringuilla en sus manos. Era la dosis inyectable de estreptomicina que recibiría todos los días, además de otras en polvo de isoniacida y etambutol. Enfrente tienes el baño y en la puerta contigua el comedor para el desayuno, le dijo la monja. Se puso la bata y pasó a un baño muy grande -antes eran así en los hospitales- y blanco de baldosas metro, se aseó y pasó al desayuno que se componía de un vaso de leche caliente, unas galletas y una pieza de fruta. Más adelante decidiría guardar la fruta para postre de un almuerzo importante que consistiría en un bocadillo variado, medio litro de zumo de naranja y la mencionada fruta. De ahí directo a la terraza a descansar. Sobre la una y media comería un primer plato de legumbres, pasta o guiso y un segundo que, normalmente era carne y un yogur. Y nuevamente descanso. Sobre la cinco y media venía su madre y merendaba doscientos gramos de jamón serrano en bocadillo, otro medio litro de zumo de naranja y un plátano. Y nuevamente a la terraza. Sobre las ocho y media o nueve llegaba la cena de verdura y algo de pescado. Muchos días, no podía más y sentía ganas de vomitar de tanto comer. Pero aquel médico joven le había dicho: come mucho y descansa.

Los días siguientes le proveyeron de tocadiscos, libros, revistas y transistor para hacer más amena la estancia. Allí conoció a un joven universitario, que compartió terraza unos días y que padecía de bronquiectasia. Con él descubrió a Patxi Andión y su inolvidable Samaritana, así como a Brel, Moustaki, Brassens, Paco Ibáñez, etc. A los pocos días le dieron el alta y su la habitación fue ocupada por un señor bastante mayor que siempre tenía frío y nunca hambre y que gozaba viendo la fruición con la que devoraba las meriendas.
Le habían dicho que tardaría unos tres meses en recuperarse – un engaño compasivo- y a sus padres que no se curaría antes de seis. Tuvo siempre como objetivo lo que a él le dijeron.

Los días fueron transcurriendo, con descanso, medicación y engorde – no se puede calificar de otra forma- y la visita permanente de su madre. Nadie más, al principio. El contagio era algo a evitar. Cada quince días, radiografías, planigrafías y análisis. Los segundos análisis, a los treinta días, ya daban resultado negativo en el bacilo de Koch causante de la enfermedad, lo que posibilitó la visita de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Pero, en cualquier forma, no era determinante. Lo que resultaba definitivo, era el cultivo, por medio de succión gástrica, que le realizaron algo más tarde, y que quince días después del cultivo probaba la ausencia de la enfermedad al dar negativo. Eso tenía como consecuencia que el resto de la estancia podía verse alternada con salidas del hospital durante el fin de semana. Se negó. Se había jurado que cuando saliera de allí sería para no volver más. Las visitas de familiares y amigos se fueron incrementando y le acompañaron en esa soledad protectora pero ya amable. Los progresos, casi increíbles, de su curación, la confortabilidad de la estancia, las visitas, la música y los libros la hicieron soportable. Desde su terraza, veía a los enfermos de las plantas superiores pasear por los jardines y muchos fumando, algo totalmente contraproducente y prohibido. Las monjas les reprendían por su falta de conciencia. Pero había internos de muchos tipos, clases sociales, desahuciados y terminales. 
En esos días tomó conciencia de la enorme diferencia de su situación y la del resto de los enfermos. De ser uno más a ser alguien. Y que la diferencia la establecía el dinero, el pago. Y fue el privilegio lo que abrió su conciencia -afirmada con el tiempo- a lo social y público.

A los ochenta y nueve días -uno menos de su objetivo y del piadoso engaño- y un aumento de trece kilos de peso, recibió el alta. Ya podía abandonar el sanatorio. Recogió las últimas cosas, pues muchas ya se las habían llevado al conocer el alta inminente, se despidió de la monja que le había cuidado -Sor Esperanza- y recorrió por última vez el pasillo que conducía a la entrada. Antes de entrar en el taxi volvió la vista al edificio y se despidió para siempre. Nunca más volveré, se dijo.

Cincuenta años más tarde, el sanatorio había dejado de serlo. La enfermedad, prácticamente erradicada y el edificio convertido en un hospital de la red de atención médica de la ciudad. 
Y tuvo que volver. Los campos de paseo de los enfermos se habían convertido en un gran aparcamiento; las terrazas, con el cambio de orientación apenas existían como tales, aunque creyó reconocer la suya. La entrada estaba igual. El mismo embaldosado de mármol, la misma escalera con el pasamanos de madera, las ventanas de aireación y el ajetreo de los profesionales de bata blanca. El pladur había compartimentado las grandes estancias y convertido en habitaciones y consultas lo que le había causado tan tremendo impacto. Y, sobre todo, el pálpito vital tenebroso y triste había desaparecido. Subió las escaleras acariciando el pasamanos como cuando iba a hacerse análisis y esperó en una especie de sala para hacer la visita a un enfermo. 

Al cabo de un tiempo y realizada la visita descendió por las mismas escaleras, cruzó la entrada y bajó los peldaños que dejaban el edificio a su espalda y fue caminando. Tras unos cuantos pasos, se volvió a mirarlo. Ya no existía. Y una leve sonrisa le iluminó el rostro al verlo tan lejano. Tan lejano que rozaba el olvido.

martes, 16 de marzo de 2021

I.T.E.I.

 


Después de una pequeña cabezada de sueño reparador, había decidido dedicar un tiempo a leer. Abrí el libro y me dispuse a disfrutar de su lectura. La página era un bloque discontinuo de negro sobre blanco que, para mi sorpresa, me planteaba dificultades de interpretación. Incómodo, pensé que era producto de restos de adormecimiento del sueño reciente. Me restregé los ojos y volví al texto. La estructura completa de un párrafo me resultaba imposible de leer. Debía centrar mi total atención en una palabra y silabearla para leerla completa. Además, esa palabra se perdía entre una masa de texto y se me escapaba. Después, y también para mi sorpresa, venía una interpretación que se me hacía imposible. Con notable desconcierto, aparté la mirada del libro, recosté la cabeza en la parte superior del sillón, cerré los ojos y descansé unos breves segundos. Volví al libro y se repitieron tanto las dificultades de lectura como de interpretación. Hubiera podido decirse que, más que no poder leer, distinguía las letras, lentamente las unía y luego, con gran esfuerzo, daba significado a la palabra. Intentarlo con la frase entera me resultaba imposible. Me asusté. ¿Qué me estaba pasando? ¿Serían las malditas gafas cuya graduación para la presbicia ya no era suficiente? Pero no podía se esa la causa porque ver, veía con claridad. Lo que me planteaba dificultades era leer. Cerré el libro electrónico por si su brillante pantalla era la causa del problema y tomé un libro en papel. Todo seguía igual. Algo estaba ocurriendo en mi cerebro. Aspiré y exhalé con tranquilidad para evitar los nervios. Retomé al libro y me di cuenta de que necesitaba esa subvocalización y repetir mentalmente lo leído e interpretarlo. Pero la lectura automática, esa que se acerca a la fotográfica y que permite la interpretación rápida del texto, me resultaba imposible. Veía una palabra y tenía que profundizar en ella para repetirla mentalmente e interiorizar su significado. En definitiva, algo me ocurría que me impedía leer. Cerré el libro y desvié la mirada hacia nada para descansar. Por mi extraña actitud, ella me preguntó que si me ocurría algo. Entonces temí contestarle. Sentí interiormente que también tenía dificultades para arrancar a expresarme. Me ocurre algo extraño, pensé en contestarle. Pero de mi boca solo salió un…es que raro algo…leer. - ¿Pero ¿qué te pasa? – No sé, puedo leer no… Con enorme dificultad y de forma desordena y casi ininteligible le dije que tenía dificultades para leer y para expresarme. Pero me encontraba bien y, en todo caso, algo desconcertado. Volví a tomar el libro y se repitieron los síntomas, aunque, quizás, de forma más leve. Una mezcla de asombro y susto mientras el libro esperaba en mis manos. La luz se expandía y evitaba la concentración. Lo extraño era que me encontraba bien y no sentía ningún otro síntoma singular. Tampoco - en alguna ocasión me había sucedido-, ningún mareo o congestión. Solo que no podía leer y no me atrevía a hablar. En el brazo de mi sillón tenía mi iPod y los auriculares inalámbricos. Voy a comprobar si puedo comprender y no tengo dificultades con la música y sus letras, decidí. Elegí a Serrat, pleno de palabras poéticas y profundos significados. No tuve ninguna dificultad y apagué el dispositivo en un par de minutos. Ella, al observarme, insistió en su desconcierto: ¿me puedes decir qué te pasa? Tranquila, le contesté. Aprecié que mi voz sonaba algo gangosa y me reprimí de decir algo más. Además, al igual que leyendo, interiormente constataba la dificultad de encadenar frases. No sé…raro… leer no… no sé…hablar…pasa algo. Todo lo que decía resultaba ininteligible.

Voy a llamar a urgencias, me dijo. Espera, ahora lo hablamos. Pensé en que era la tarde del viernes y me asustó la posibilidad de ingreso con un fin de semana por delante. No, déjalo que ya estoy bien. No muy conforme ella aceptó. De pronto, los síntomas remitieron con la misma rapidez de su llegada. Pasé en perfecto estado el resto de la jornada e incluso retomé la lectura sin la menor dificultad. Al día siguiente y al comentarlo con un familiar sanitario me dijo que había hecho muy mal ya que estas cosas, que diagnosticó de carácter neurológico, son importantes de revisar de forma inmediata. Como iba a entrar de guardia ese sábado dijo que miraría a ver que neurólogo estaba disponible y si me podía atender de forma urgente. A las cuatro de la tarde comenzaron las pruebas iniciales de mover los ojos de un lado a otro, caminar con los ojos cerrados, contar los dedos del médico, mirar un dedo de un lado a otro, etc. Posteriormente análisis, doppler de carótida por si había estrechamiento arterial por colesterol, escáner cerebral, radiografías, etc.

Al final, y enseñándole una radiografía del cerebro me señalaron unos puntitos minúsculos y me dijeron que eran señales de microinfartos. Entre ellos había uno algo más grande que podía ser el causante de esa alteración que tanto me alarmó. Isquemia Transitoria de Etiología Indeterminada. A partir de ese momento, me recetaron de forma permanente medicación, tengo neurólogo que me visita cada seis meses y leo. 

Abandonamos la clínica y fuimos andando hacia casa y, durante el camino, sorteando varias librerías. Al verlas sentí el escalofrío de su posible ausencia. Y me impresionó imaginar no volver a poder leer. Una angustia al recordar mi los estantes de mi librería y el placer íntimo que te proporcionan los libros. Eso me ha llevado a leer más y con más pasión, después de experimentar, aunque por unos minutos, vivir sin ellos. 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Tener, querer, saber.

 


Decía la escritora argentina Samanta Schewelin que la escritura encierra tres premisas: tener algo que contar, quererlo contar y saber hacerlo. Qué duda cabe de que la primera es universal; todo el mundo en su vida o en su mundo interior tiene algo que merece ser contado. La segunda, forma parte del mundo exclusivo del escritor. Esa imperiosa necesidad que le lleva a enfrentarse a la hoja en blanco ante la que la mayoría de los autores manifiestan terror, incluidos los de reconocido prestigio. Saberlo contar es privilegio o arte de una minoría a la que los lectores premian con el favor de su lectura y reconocimiento. A mí, partiendo de la base de que se trata de una afición y no de un oficio, me ocurre que cuando creo que tengo algo que contar y que puede ser de interés, lo abordo con verdadera fruición. Sin embargo, muestro una pereza creciente, hasta el punto del bloqueo, cuando no se me ocurre qué narrar y que yo, en primer lugar, tenga que enfrentarme a ese papel blanco que espera, sin indulgencia ni piedad, que lo rellene con relatos, emociones o ideas que no me surgen.

El pasado es un recurso inagotable de vivencias y hechos dignos de ser contados, y se convierte en subterfugio, vencida la pereza, cuando crees que el lector se sentirá interesado o, en el mejor de los casos, identificado, en pasajes de la vida de otro. Porque el pasado no solo contiene hechos a relatar, sino que contiene una constante fuente de imaginación. Nada de lo que recuerdas y compartes fue como lo escribes. El tiempo, estira, agranda, encoje, sublima o devalúa los recuerdos, a conveniencia del protagonista y narrador. Reinterpretas ese pasado con la mirada amable o crítica, al menos en mi caso, del presente. 

Esta mañana, en mi paseo matutino por la orilla del Canal Imperial de Zaragoza, reflexionaba sobre este hecho de escribir observando los olmos, chopos, fresnos y álamos entre los que caminas por la margen más urbana, y viendo la majestuosidad de los pinares de Venecia al otro lado; los patos, las gaviotas patiamarillas y las palomas de agua, recorrían el canal, siempre en sentido contrario a la corriente, en busca del escaso alimento debido a la poca profundidad del cauce, por las cerradas compuertas en la parte inicial del recorrido. Las farolas isabelinas, se repetían equidistantes entre las barandillas protectoras que, en muchos tramos, resultaban invadidas por los juncos. En las pequeñas ramas, como recién podadas y a vista larga desnudas, de cerca nos ofrecen pequeños y hermosos brotes que anuncian la primavera y la renovación de la vida. Y las ganas de contar, de forma para mí inaudita, se han anticipado a mi convicción de tener algo que contar. 

Abandonando el paseo del canal y llegando al parque grande he vuelto a ver los jardines de La Rosaleda y los bancos de hierro en los que comenzaron los primeros escarceos amorosos de la infancia. El juego de la cerilla, encendida ante la excitación de todos y que los chicos nos pasábamos de mano en mano, -las chicas eran sujetos receptores y pasivos del juego, aunque con la misma emoción- hasta que a uno se le apagaba o no podía pasarla pues el fuego llegaba a quemarte los dedos. Él era el privilegiado que podía escoger a qué chica besar en los labios, poco más que un tímido roce pero que colmaba todo el deseo. Las chicas, con risas nerviosas, esperaban a que se le apagara a quién ellas querían y con él de la mano – este hecho suponía el acto máximo de afirmación amorosa- salir de entre los árboles hacía la parada del tranvía. Y frío, mucho frío que solo era combatido por el deseo del principio de la adolescencia.

Eran años de frío y miedo. Un frío que, aunque sentado a la lumbre de la mesa camilla, lo inundaba todo. Era el frío mezquino del franquismo, que calaba el alma y que se había afianzado haciendo agobiante y sin esperanza el sueño de libertad de sus oponentes. Frío cruzando el río, en el colegio, en la iglesia, en la cama, en las relaciones y en los silencios. El frío que nos hizo pasar de la infancia a la madurez sin la gozosa transición invadida por el miedo, por el pecado. Frío y miedo y pecado que nos robaron los momentos más creadores de la vida, en los que se desencadenan los cimientos del futuro, del mañana. 

Creo que el verano era la única resistencia inevitable. La alegría de la luz, de la poca ropa, del descuido esperado, de las piscinas, de los bañadores, de los juegos al atardecer, de las manos ansiosas y que comenzaban a culminar deseos. Naturaleza del verano que estalla y que atiende a la vida sin preguntas y en la que los hechos carecen de finalidad ni son pensados. Solo instinto y sentimientos. Todavía no sabemos ni somos conscientes de qué seremos, cuál será nuestro papel en el mundo, pero afirmamos lo que somos con ferocidad insaciable. Una mirada única, que no se acomoda, que penetra en lo íntimo y que es irrepetible porque todo está por descubrir. 

Por eso, en el atardecer de mi vida, y al descubrir esos pequeños brotes en los árboles, renazco en cada una de las ilusiones y gozos de los que después de mí han tenido la fortuna de no sentir frío.