miércoles, 3 de marzo de 2021

Tener, querer, saber.

 


Decía la escritora argentina Samanta Schewelin que la escritura encierra tres premisas: tener algo que contar, quererlo contar y saber hacerlo. Qué duda cabe de que la primera es universal; todo el mundo en su vida o en su mundo interior tiene algo que merece ser contado. La segunda, forma parte del mundo exclusivo del escritor. Esa imperiosa necesidad que le lleva a enfrentarse a la hoja en blanco ante la que la mayoría de los autores manifiestan terror, incluidos los de reconocido prestigio. Saberlo contar es privilegio o arte de una minoría a la que los lectores premian con el favor de su lectura y reconocimiento. A mí, partiendo de la base de que se trata de una afición y no de un oficio, me ocurre que cuando creo que tengo algo que contar y que puede ser de interés, lo abordo con verdadera fruición. Sin embargo, muestro una pereza creciente, hasta el punto del bloqueo, cuando no se me ocurre qué narrar y que yo, en primer lugar, tenga que enfrentarme a ese papel blanco que espera, sin indulgencia ni piedad, que lo rellene con relatos, emociones o ideas que no me surgen.

El pasado es un recurso inagotable de vivencias y hechos dignos de ser contados, y se convierte en subterfugio, vencida la pereza, cuando crees que el lector se sentirá interesado o, en el mejor de los casos, identificado, en pasajes de la vida de otro. Porque el pasado no solo contiene hechos a relatar, sino que contiene una constante fuente de imaginación. Nada de lo que recuerdas y compartes fue como lo escribes. El tiempo, estira, agranda, encoje, sublima o devalúa los recuerdos, a conveniencia del protagonista y narrador. Reinterpretas ese pasado con la mirada amable o crítica, al menos en mi caso, del presente. 

Esta mañana, en mi paseo matutino por la orilla del Canal Imperial de Zaragoza, reflexionaba sobre este hecho de escribir observando los olmos, chopos, fresnos y álamos entre los que caminas por la margen más urbana, y viendo la majestuosidad de los pinares de Venecia al otro lado; los patos, las gaviotas patiamarillas y las palomas de agua, recorrían el canal, siempre en sentido contrario a la corriente, en busca del escaso alimento debido a la poca profundidad del cauce, por las cerradas compuertas en la parte inicial del recorrido. Las farolas isabelinas, se repetían equidistantes entre las barandillas protectoras que, en muchos tramos, resultaban invadidas por los juncos. En las pequeñas ramas, como recién podadas y a vista larga desnudas, de cerca nos ofrecen pequeños y hermosos brotes que anuncian la primavera y la renovación de la vida. Y las ganas de contar, de forma para mí inaudita, se han anticipado a mi convicción de tener algo que contar. 

Abandonando el paseo del canal y llegando al parque grande he vuelto a ver los jardines de La Rosaleda y los bancos de hierro en los que comenzaron los primeros escarceos amorosos de la infancia. El juego de la cerilla, encendida ante la excitación de todos y que los chicos nos pasábamos de mano en mano, -las chicas eran sujetos receptores y pasivos del juego, aunque con la misma emoción- hasta que a uno se le apagaba o no podía pasarla pues el fuego llegaba a quemarte los dedos. Él era el privilegiado que podía escoger a qué chica besar en los labios, poco más que un tímido roce pero que colmaba todo el deseo. Las chicas, con risas nerviosas, esperaban a que se le apagara a quién ellas querían y con él de la mano – este hecho suponía el acto máximo de afirmación amorosa- salir de entre los árboles hacía la parada del tranvía. Y frío, mucho frío que solo era combatido por el deseo del principio de la adolescencia.

Eran años de frío y miedo. Un frío que, aunque sentado a la lumbre de la mesa camilla, lo inundaba todo. Era el frío mezquino del franquismo, que calaba el alma y que se había afianzado haciendo agobiante y sin esperanza el sueño de libertad de sus oponentes. Frío cruzando el río, en el colegio, en la iglesia, en la cama, en las relaciones y en los silencios. El frío que nos hizo pasar de la infancia a la madurez sin la gozosa transición invadida por el miedo, por el pecado. Frío y miedo y pecado que nos robaron los momentos más creadores de la vida, en los que se desencadenan los cimientos del futuro, del mañana. 

Creo que el verano era la única resistencia inevitable. La alegría de la luz, de la poca ropa, del descuido esperado, de las piscinas, de los bañadores, de los juegos al atardecer, de las manos ansiosas y que comenzaban a culminar deseos. Naturaleza del verano que estalla y que atiende a la vida sin preguntas y en la que los hechos carecen de finalidad ni son pensados. Solo instinto y sentimientos. Todavía no sabemos ni somos conscientes de qué seremos, cuál será nuestro papel en el mundo, pero afirmamos lo que somos con ferocidad insaciable. Una mirada única, que no se acomoda, que penetra en lo íntimo y que es irrepetible porque todo está por descubrir. 

Por eso, en el atardecer de mi vida, y al descubrir esos pequeños brotes en los árboles, renazco en cada una de las ilusiones y gozos de los que después de mí han tenido la fortuna de no sentir frío.

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