viernes, 12 de febrero de 2021

Etéreo y físico

 

Eduardo Chillida

Le resultaba una necesidad física y mental recorrer, en ida y vuelta, los cuatro kilómetros de la bahía y observar, en esa hora temprana, la compactación que había dejado en la arena la bajamar, solo profanada por algún caminante como él, pero que había decidido no hacerlo por el paseo marítimo. Esa hora justa de camino, aspirando los aromas del mar y escuchando el sonido que originaba el movimiento de las olas, y la belleza del golpe espumoso en la orilla, le contagiaba un equilibrio entre la serenidad y el estímulo. Henchido de gozo y cautivado por el sentimiento, se dirigió a su estudio para, después de un frugal desayuno, comenzar su jornada de trabajo que siempre iniciaba escuchando música durante media hora antes de volcarse con su pasión y oficio: convertir lo etéreo en algo físico. Levantó la tapa de giradiscos, lo encendió, y pulsó el botón que hacía que el vinilo girara a la velocidad adecuada para escuchar la música en toda su sonoridad y pureza. El tercer movimiento de la primera sinfonía de Malher le penetró en lo más profundo de su ser hasta causarle una intensa emoción. 

¿Cómo trasladar ese sentimiento, cómo atraparlo, cómo darle forma y convertirlo en un objeto físico y evocador? – se preguntó. 

Miró hacia el enorme bloque de alabastro y recordó su niñez en la que ya jugaba con plastilina para dar forma y réplica a objetos que llamaban su atención. Cortó un trozo del rollo del papel kraf y tomó uno de sus lápices favoritos de Faber Castell, elaborado con madera del Líbano y con un grafito de ductilidad media. Dedicó el resto de su jornada de trabajo a la realización de múltiples dibujos basados en la memoria musical que había quedado prendida en su cerebro. Se negaba a sí mismo a reproducir nuevamente la música y que fuera su recuerdo y el impacto emocional el que guiara sus dedos hacia otra forma de expresión fiel y nueva. Extendió sobre el suelo los bocetos de papel y los observó detenidamente como las notas en un pentagrama. 

Embriagado todavía por los acordes de esa música tradicional germánica, con mezclas judías y música popular de Bohemia, y la amalgama de resonancias que la hacen cosmopolita y universal, tomó el cincel plano de medio grosor y con la maza de metal comenzó a golpear las capas superfluas de calcita rugosa, hasta hacerse visibles las partes translúcidas características de este hermosa y antigua variedad de sulfato de calcio. La profundidad y dimensión de lo que pretendía le obligó a tomar la sierra eléctrica y, con el esmero que precisaba el material, dejar al descubierto una espaciosa superficie plana sobre la que componer su sinfonía en piedra. Extendió sobre la manta doblada los cinceles, gradinas, uñetas, mediacañas, punteros, martinillas y escafiladores en perfecto orden para su uso y contemplación. Precisaba esa perfecta disposición de elementos antes de comenzar cualquier trabajo. Decidió dejarlos reposar y volver a escuchar la sinfonía a la vista de todos los materiales y herramientas con los que trataría de aprehenderla, antes de concederse el resto del día para reflexionar sobre el reto que tanto le apasionaba.

A la mañana siguiente retomó su rutina del paseo marítimo. Pero en esta ocasión sentía una cierta ansiedad, y solo la conciencia de las bondades que le proporcionaba ese andar y respirar le hizo concluirlo. Marchó hacia el estudio y a medio camino tomó un desayuno simple de café y un bollo suizo. Al llegar, presuroso, se quitó parte de su ropa y se cubrió con el mono de trabajo. Encendió el giradiscos y sintiéndose vestido como un director de orquesta, inundó sus sentidos con las notas de Malher en la versión que más le gustaba que era la de Christoph Eschenbach con la Orquesta de Filadelfia.

Al finalizar la escucha, y con el pálpito de emoción invadiendo la estancia, tomó el martillo compresor y comenzó, siguiendo los dibujos como notas musicales, a esculpir en el hermoso material las aristas, curvas, bloques, alturas, caminos, desniveles que lentamente iban eliminando de la piedra todo lo ajeno a su intención de destacar espacios como acordes musicales. Al cabo de un par de horas ya disponía de la forma, en bruto, que había decidido respondía a su inquietud. Como en una orquesta, sentía las cuerdas, la percusión, los vientos y los metales. Solo quedaba ajustar, equilibrar y pulir las formas, para obtener la exigencia de conjunto, imprescindible en música, y que él quería plasmar en la piedra. El delicado trabajo con la pulidora era de los más lentos pero satisfactorios, ya que iba mostrando los resultados finales conforme los diferentes accesorios se deslizaban sobre la ruda superficie. Iluminaban la pieza como en los momentos más sublimes e intensos del sonido de una orquesta. Aspiraba con frecuencia el polvo de calcita para que no escapara ningún recodo, esquina o canto a la perfección que ansiaba. 

Sobre mediodía había concluido su trabajo. La luz que filtraba la claraboya resaltaba la belleza translúcida de la superficie escultórica ofreciendo matices inesperados. Giró la rueda que nivelaba la altura de la mesa soporte e inclinó hacia sí el bloque entero para lograr la disposición visual correcta para su completa apreciación.

- Convertir lo etéreo en físico. Imposible. Pero me he acercado, se dijo.

Al día siguiente y continuando su rutina después del paseo matutino, se sentó en el estudio para su momento musical. Se emocionó con la cadenza del tercer concierto de Beethoven.

Creo que esta pieza requiere trabajarla en metal, pensó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario