martes, 16 de marzo de 2021

I.T.E.I.

 


Después de una pequeña cabezada de sueño reparador, había decidido dedicar un tiempo a leer. Abrí el libro y me dispuse a disfrutar de su lectura. La página era un bloque discontinuo de negro sobre blanco que, para mi sorpresa, me planteaba dificultades de interpretación. Incómodo, pensé que era producto de restos de adormecimiento del sueño reciente. Me restregé los ojos y volví al texto. La estructura completa de un párrafo me resultaba imposible de leer. Debía centrar mi total atención en una palabra y silabearla para leerla completa. Además, esa palabra se perdía entre una masa de texto y se me escapaba. Después, y también para mi sorpresa, venía una interpretación que se me hacía imposible. Con notable desconcierto, aparté la mirada del libro, recosté la cabeza en la parte superior del sillón, cerré los ojos y descansé unos breves segundos. Volví al libro y se repitieron tanto las dificultades de lectura como de interpretación. Hubiera podido decirse que, más que no poder leer, distinguía las letras, lentamente las unía y luego, con gran esfuerzo, daba significado a la palabra. Intentarlo con la frase entera me resultaba imposible. Me asusté. ¿Qué me estaba pasando? ¿Serían las malditas gafas cuya graduación para la presbicia ya no era suficiente? Pero no podía se esa la causa porque ver, veía con claridad. Lo que me planteaba dificultades era leer. Cerré el libro electrónico por si su brillante pantalla era la causa del problema y tomé un libro en papel. Todo seguía igual. Algo estaba ocurriendo en mi cerebro. Aspiré y exhalé con tranquilidad para evitar los nervios. Retomé al libro y me di cuenta de que necesitaba esa subvocalización y repetir mentalmente lo leído e interpretarlo. Pero la lectura automática, esa que se acerca a la fotográfica y que permite la interpretación rápida del texto, me resultaba imposible. Veía una palabra y tenía que profundizar en ella para repetirla mentalmente e interiorizar su significado. En definitiva, algo me ocurría que me impedía leer. Cerré el libro y desvié la mirada hacia nada para descansar. Por mi extraña actitud, ella me preguntó que si me ocurría algo. Entonces temí contestarle. Sentí interiormente que también tenía dificultades para arrancar a expresarme. Me ocurre algo extraño, pensé en contestarle. Pero de mi boca solo salió un…es que raro algo…leer. - ¿Pero ¿qué te pasa? – No sé, puedo leer no… Con enorme dificultad y de forma desordena y casi ininteligible le dije que tenía dificultades para leer y para expresarme. Pero me encontraba bien y, en todo caso, algo desconcertado. Volví a tomar el libro y se repitieron los síntomas, aunque, quizás, de forma más leve. Una mezcla de asombro y susto mientras el libro esperaba en mis manos. La luz se expandía y evitaba la concentración. Lo extraño era que me encontraba bien y no sentía ningún otro síntoma singular. Tampoco - en alguna ocasión me había sucedido-, ningún mareo o congestión. Solo que no podía leer y no me atrevía a hablar. En el brazo de mi sillón tenía mi iPod y los auriculares inalámbricos. Voy a comprobar si puedo comprender y no tengo dificultades con la música y sus letras, decidí. Elegí a Serrat, pleno de palabras poéticas y profundos significados. No tuve ninguna dificultad y apagué el dispositivo en un par de minutos. Ella, al observarme, insistió en su desconcierto: ¿me puedes decir qué te pasa? Tranquila, le contesté. Aprecié que mi voz sonaba algo gangosa y me reprimí de decir algo más. Además, al igual que leyendo, interiormente constataba la dificultad de encadenar frases. No sé…raro… leer no… no sé…hablar…pasa algo. Todo lo que decía resultaba ininteligible.

Voy a llamar a urgencias, me dijo. Espera, ahora lo hablamos. Pensé en que era la tarde del viernes y me asustó la posibilidad de ingreso con un fin de semana por delante. No, déjalo que ya estoy bien. No muy conforme ella aceptó. De pronto, los síntomas remitieron con la misma rapidez de su llegada. Pasé en perfecto estado el resto de la jornada e incluso retomé la lectura sin la menor dificultad. Al día siguiente y al comentarlo con un familiar sanitario me dijo que había hecho muy mal ya que estas cosas, que diagnosticó de carácter neurológico, son importantes de revisar de forma inmediata. Como iba a entrar de guardia ese sábado dijo que miraría a ver que neurólogo estaba disponible y si me podía atender de forma urgente. A las cuatro de la tarde comenzaron las pruebas iniciales de mover los ojos de un lado a otro, caminar con los ojos cerrados, contar los dedos del médico, mirar un dedo de un lado a otro, etc. Posteriormente análisis, doppler de carótida por si había estrechamiento arterial por colesterol, escáner cerebral, radiografías, etc.

Al final, y enseñándole una radiografía del cerebro me señalaron unos puntitos minúsculos y me dijeron que eran señales de microinfartos. Entre ellos había uno algo más grande que podía ser el causante de esa alteración que tanto me alarmó. Isquemia Transitoria de Etiología Indeterminada. A partir de ese momento, me recetaron de forma permanente medicación, tengo neurólogo que me visita cada seis meses y leo. 

Abandonamos la clínica y fuimos andando hacia casa y, durante el camino, sorteando varias librerías. Al verlas sentí el escalofrío de su posible ausencia. Y me impresionó imaginar no volver a poder leer. Una angustia al recordar mi los estantes de mi librería y el placer íntimo que te proporcionan los libros. Eso me ha llevado a leer más y con más pasión, después de experimentar, aunque por unos minutos, vivir sin ellos. 

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