lunes, 19 de noviembre de 2018

A. Pérez Reverte y la entrevista





Soy hombre de pocas filias –incondicional de ninguna- y procuro evitar las fobias. Ninguna de las dos son buenas compañeras para esa objetividad a la que todos aspiramos. Por eso, el sábado pasado esperé con interés a un hombre que despierta ambas pero que considero un intelectual al que merece la pena escuchar. Los leves cortes en los que anunciaban a lo largo de los días la entrevista hicieron saltar mis alarmas y, a la vista del programa, no me defraudó.

Comenzaré con algo en lo que estoy absolutamente de acuerdo con él y es ese revisionismo tan absurdo como indocumentado acerca del descubrimiento –no me voy a enredar con lo adecuado o no del término- de América por el Imperio español. Pretender juzgar hechos que comenzaron en 1492 con miradas actuales es, sencillamente, estúpido. Unos cientos de salvajes que se embarcan a la conquista y expolio de nuevas tierras no puede entenderse con el pensamiento actual. Todavía es más grave que con ese pensamiento de hoy suceden cosas a nuestra vista o con nuestra connivencia que, ahora del todo, avergüenzan la condición humana. Todos los Imperios han sido y son depredadores. Y la tan destacada crueldad del nuestro es comparable e incluso sale beneficiada con relación a otros. Los invasores ingleses e irlandeses no dejaron indio viviente; los colonizadores holandeses no dejaron en Australia aborigen viviente; los belgas del rey Leopoldo son autores de las mayores atrocidades que se cometieron en el Congo. Y no hablemos de los USA. Con la diferencia de que esos hechos se han producido en siglos muy recientes y los nuestros se remontan a los siglos XV, XVI y XVII. Como mínimo el nuestro dejó estructuras sociales, políticas y académicas y, permítaseme la frivolidad, nuestra afición al “folleteo” derivó en un mestizaje que hoy podemos valorar tan único como positivo. Las sombras, los grises y los negros, todos. Y la brutalidad de los conquistadores ha sido documentada -el detalle es importante-por nuestros propios cronistas de la época e historiadores. Por eso, esta moda a la que es tan proclive alguna izquierda de postureo y frívola, y que además pretende una suerte de superioridad moral, es una de las cosas que me enervan. Ignorancia, soberbia y una buena dosis de estulticia.

Discreparé de Reverte, no tanto en su devoción jacobina, como en su condena a los nacionalismos. Se declara admirador del estado francés centralista –jacobino como dice- y, en otras ocasiones ha declarado que en España faltaron guillotinas. Es muy posible que tenga razón pero no tanto por motivos descentralizadores sino por los mismos que los franceses: derrocar a unos reyes y a una burguesía extractiva y explotadora –en nuestro caso ni siquiera ilustrada- originaria de todos los males que nos aquejan y perviven. Yo, como él, soy un profundo admirador de Francia como también lo soy de Alemania, Reino Unido, Suiza e, incluso en muchos aspectos, de los EE.UU. Todos tienen estructuras políticas y sociales totalmente diferentes a la francesa y funcionan con un grado de autonomía e independencia –empleo sin miedo la palabra- que da resultados óptimos. No debemos olvidar que en USA te pueden ejecutar por ley en unos Estados y en otros no –para mí máximo grado de independencia-; en Suiza, con 12.000 firmas se puede solicitar una consulta; en Reino Unido hemos tenido dos recientes; y Alemania está compuesta por “landers” con notable autonomía. Por eso, es tan respetable ser jacobino-centralista como federalista- autonomista. La base es el acuerdo social. Por eso me llama la atención que no proporcionara ningún argumento acerca de los beneficios o perjuicios de cada uno de los sistemas y solo hiciera afirmaciones del tipo “el nacionalismo es el peor de los males de un país” o “el origen de todos los males”. Afirmaciones tan rotundas como, en mi opinión, de nula consistencia.

Y, por último, mi gran decepción – los franceses tienen un término, “Je suis désolé”, más rico porque implica decepción y tristeza- al referirse a la Monarquía como forma de gobierno. Solo nos comunicó dos cosas. Que Felipe VI, nuestro actual monarca es una gran persona (sic) y que lo conocemos desde hace años –infancia incluida- y, por tanto sabemos quién es y repitiéndolo hasta la saciedad. Y que imagináramos un Presidente de la República como Rufián, Tardá o Puigdemont –una comparación manipuladora donde las haya- para acabar suavizando esas supuestas adversidades al añadir a Zapatero, Rajoy o Aznar. Desconozco qué pensarán o si preferirán los franceses un Rey – ahí tienen a otro Borbón aspirante- en el lugar de Macron, Hollande, Sarkozy o Chirac, en ese país al que tanto admira. Evitó, también, referirse a la historia, de la que es un profundo conocedor, y hablarnos de toda la dinastía de los borbones. Y menos del Rey emérito, desvergüenza de comportamiento en su reinado que es difícil de superar. Pero creo que olvidó lo más importante. Esa magnífica persona que tenemos como Rey es consecuencia de una de las, al parecer, múltiples cópulas reales, al igual que esa niña, Princesa Leonor, de la que todos los medios de comunicación no cesan de alabar su desparpajo, desenvoltura y naturalidad –esta debe ser por parte de madre- es también producto de otra cópula real. En el peor de los casos, y seguro que el más detestado por mis lectores, si Gabriel Rufián llegara a esa Presidencia de la República sería consecuencia de la elección libre de los ciudadanos.

Eso que llaman democracia.

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