jueves, 10 de diciembre de 2020

El Hotel donde olvidé mis pantalones

 


Durante mucho tiempo no dejé de viajar a Andalucía, al menos dos veces al año, al punto de que se me hizo casi imprescindible ese cambio cultural y geográfico. Bien en dirección a Málaga o Sevilla habiendo, en ocasiones como esta, destinos intermedios. Casi siempre madrugaba mucho para estar disponible para el trabajo por la tarde, al encontrarme, en el hotel o la tienda de algún cliente, con el representante en la zona. En esa ocasión salí a mediodía con objeto de llegar con tranquilidad a dormir y comenzar la siguiente jornada a la hora del desayuno en la que me había citado con mi agente. Siempre tuve la sensación de que de Zaragoza a Madrid estaba de viaje -físicamente es obvio- pues el trayecto no me proporcionaba ninguna motivación ni sensación especial. Tomar la autovía A2 e ir pasando por las diversas poblaciones, solo percibidas por el cartel anunciador en las diferentes salidas y, en algunos casos, observarlas de lejos, producía escasas emociones; Calatayud, Santa María de Huerta, Medinaceli, Guadalajara, y el desvío por la radial dos en dirección a la autopista A4, es un trayecto cuyo único encanto reside en la música que te acompaña en el coche. Al menos yo, nunca le encontré otro. 

Una vez que te dejas caer al sur, ya atravesado Madrid, mi sensación era la de viajero. El trayecto largo por Aranjuez, Ocaña, Manzanares, Valdepeñas, en definitiva, por las llanuras de Castilla la Mancha, tenían algo de descubrimiento, de reminiscencias del pasado con sus molinos y Ventas, de próximo y ajeno a un tiempo. Las casas se aplanaban, distanciaban y disminuía el tráfico. Estabas en un viaje de extenso recorrido, pero con una mirada grata, descansada y apacible. Y, además, con la conciencia de que pronto se produciría esa emoción que siempre sentía al poco de recorrer las angostas curvas de Despeñaperros y acceder a Las Navas de Tolosa, La Corolina y Bailén, allí donde el General Castaños -aguerrido, valiente y humilde, como buen español- aceptó la espada que le ofreció el Mariscal Lefèvre, -vencedora en cien batallas- como nos contaba la épica Historia de España de mi infancia. 

Algo sucedía en mi ánimo al encontrarme en esos campos de Jaén, con sus tierras rojizas, sus elegantes olivos, su silencio y el sol aplanador que suspendía el tiempo. Un retorno a la placidez y serenidad de la niñez, a la vida enamorada y a una seguridad solitaria. Abandonaba el norte y me recibía el sur en un abrazo ausente. Disminuía la velocidad para disfrutar, gozoso, de ese trayecto que, contrariamente a lo habitual, deseas que se haga más largo. A ver si al regreso tengo ocasión de comprar un paté de perdiz en la Venta de Bailén, me decía. 

Con toda la calma, al poco tiempo llegaba a mi destino: la ciudad de Linares, famosa, entre otras muchas cosas, por los campeonatos del mundo de ajedrez que, a lo largo de los años, allí se han celebrado. Tenía una reserva en el hotel Aníbal, perdido en mi memoria después de tantos años de viajes y hoteles. Los adelantos actuales, con las aplicaciones de viajes, te dirigen hasta la misma puerta de tu destino. Aparqué en una explanada reservada a clientes y con mi maleta y mi funda de trajes me dirigí a la recepción. Después de hacer el registro y asignarme la habitación subí para instalarme. Ya en el ascensor tuve una extraña sensación de recuerdo a la que no di más importancia. ¡Cuántos ascensores de hoteles habré subido en mi vida! Abrí, con una de esas llaves pesadas, grandes y planas terminadas en una bola, la puerta de la habitación y dejé mi maleta sobre el mueble para ese uso destinado y la funda con mis trajes sobre la cama. Al mirar a la ventana y ver las ramas de los árboles y sus hojas sobre la forja del balcón, tuve la certeza de que allí había estado. Pero no recordaba ni el aparcamiento, ni la entrada, ni la recepción. Bueno, voy a organizarme, me dije. Y al abrir el armario, con sus desiguales perchas vacías, los vi. Mis pantalones de algodón gris marengo y finas rayas diplomáticas vinieron a mi memoria y llenaron una pérdida. Aquí, seguro que aquí, olvidé esos pantalones. 

Una vez instalado, bajé a recepción y pregunté:

- Disculpe, ¿el hotel ha hecho alguna reforma reciente?
- Claro, señor, hace un par de años. La mayor parte de las habitaciones no se han modificado pero la recepción sí; estaba justo en la parte contraria.
- ¿Y no tenían una sala homenaje con las fotos de todos los campeones de ajedrez que por aquí habían pasado?
- Se mantiene igual, señor. Si sigue el pasillo, el tercer salón se llama Ajedrez. Solo hemos cambiado la entrada de norte a sur.
- Gracias, muy amable.

Me dirigí al salón y contemplé la habitación con todos los cuadros y las fotos, casi todas con un ajedrez y un rostro.
Por una de las ventanas se veía la explanada de la plaza en la que una noche, esperando, vi llover a cántaros. Era este el Hotel. El hotel en el que olvidé mis pantalones.



 

2 comentarios:

  1. Una anecdota muy bien contada, incluso se hace desear ese final por saber qué sucedió y cómo pasó eso de los pantalones perdidos. Yo olvidé un camisoncito en el Corona de Aragón de Zaragoza hace tiempo. Tuve suerte pues se dieron cuenta y me lo devolvieron. Muy bueno, Antonio

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Rosa. A mí también me los enviaron pero no recordaba el Hotel. Cuarenta semanas al año de viaje te hacen perder la percepción de los hoteles. Este lo hubiera recordado si no lo hubieran modificado. Sobre todo, quería destacar las sensaciones del viaje y esa especie de "deja vu" en la habitación.

    ResponderEliminar