viernes, 20 de noviembre de 2020

Cinco piscinas y ella

 Este texto tiene como inspiración el relato de "El nadador" de John Cheever.



Salíamos del trabajo por separado para evitar que nadie se preguntara a dónde íbamos, lo que aumentaba la sensación excitante de clandestinidad. Nos encontrábamos en la Cafetería Hispanidad -hoy desaparecida- y situada en la ribera sur del río junto al Pilar. Sonrientes, cruzábamos el puente hacia nuestro destino, el club deportivo en el que pasaríamos ese mediodía. Entramos y nos dirigimos a la piscina cubierta, recientemente construida con motivo del ascenso a primera división del equipo de waterpolo del club. En verano era poco frecuentada, lo que hacía más atractivo nuestro baño en soledad y aunque la humedad resultaba algo asfixiante estimulaba nuestro secreto. En el agua, me esforzaba por alcanzarla y ella no hacía mucho por evadirme; nuestros cuerpos jugaban entre roces y caricias y yo intentaba besarla y ella me devolvía un chorrito de agua acumulado en su boca. El juego del no pero sí, de la sonrisa que te llama, de la provocación y la huida entre risas cómplices. De vez en cuando, sujetos a la corchea uno frente a otro, retozábamos con nuestras piernas y nuestras miradas. Al poco llegaron los jugadores del equipo a entrenar y decidimos abandonar el recinto para ir a otra de las piscinas al aire libre. Nos dirigimos a la llamada de unoochenta, pues esa era la profundidad uniforme y tenía su origen en que había correspondido al camping de extranjeros -que no podían mezclarse con los nativos- de tiempos pretéritos. Por ese motivo, tenía poco recinto que la rodeara y era la preferida de las mujeres para tomar el sol al borde del agua y de parejas jóvenes. El agua estaba muy fría y la ducha, potente y abierta, resultaba heladora. La seguí, disfrutando de su cuerpo, de sus largas piernas y de esas nalgas juveniles altivas y traviesas. La rodeé con mis brazos y la arrastré, ante su resistencia impotente y divertida, saltando juntos al agua. Nos miramos en el interior de la piscina y al salir a flote, con una sonrisa luminosa, me dijo que estaba muy fría y me abrazó mientras yo me sujetaba con una mano a un asidero de la piscina. Mi pierna, entre las suyas, sentía su sexo y también el leve contacto de sus pequeños pechos y el roce de sus mejillas en las mías. Me soltó, y me lanzó un nuevo chorrito de agua al tiempo que me desplazaba con sus pies y escapaba a la escalerilla a la que solo pude llegar para alcanzar uno de sus tobillos que escapó deslizándose entre mis manos. Envuelta en su toalla, me propuso ir a las gradas de la de treintaytres, una piscina con trampolín que tenía esa longitud métrica que le daba nombre, y tomar el sol un rato. Nos tumbamos horizontalmente uno en cada grada, y ocupando yo la superior, no dejé de admirar ese cuerpo esbelto, de vientre plano, sus pezones erectos bajo el bikini color marrón, la pausada respiración tras el esfuerzo, sus ojos cerrados y los labios entreabiertos deleitándose con el calor del sol. Sigilosamente, bajé hasta la grada inferior y, arrodillado, la besé suavemente en los labios. Abrió los ojos, me apartó sonriendo y se sentó a contemplar a los bañistas mientras me tomaba la mano. Vamos al lago, le propuse. La llamábamos así porque tenía la forma irregular y ondulada de un lago y solamente tenía una cierta profundidad en una parte. Era más familiar y ruidosa, pues en un extremo los niños alborotaban gozosos, y decidimos jugar como ellos; ella, abría las piernas haciendo un túnel y yo, buceando, la levantaba sobre mis hombros, la mantenía unos instantes caminando, sintiendo su sexo sobre mi cuello, y la lanzaba al agua. Así una vez tras otras entre risas y sonrisas plenas de excitación. Fuimos a por nuestros bocadillos para la comida y decidimos ir hasta la piscina llamada pública, que había tenido el sobrenombre de “baños públicos” y que se había incorporado al club. En esa decidimos no bañarnos hasta más tarde. En la parte inferior, se desplegaba la ribera del río. Había unas mesas de piedra y nos sentamos a comer en una de ellas con nuestras coca colas, contemplando pasar el río y las vistas del Pilar. Por allí no iba casi nadie y nuestra intimidad era casi total. Con el último sorbo del refresco nos miramos y besé su boca mientras mi mano se deslizaba por el interior del sujetador acariciando su pecho. Ella, excitada, se apartó para chuparme y morderme la oreja y mi mano fue hacia sus muslos buscando su sexo. Sujetó mi mano y me dijo: No, aquí no. Seducido por la promesa la volví a besar y mi lengua jugueteó con la suya como un niño feliz con su piruleta. No tuvimos tiempo para ese último baño en la quinta piscina. Desde el puente miramos a la ribera viendo muy lejana nuestra mesa. Nos separamos en la cafetería para volver al trabajo por separado como al inicio. Felices, muy felices.

Desconozco si las piscinas se mantienen tal como las recuerdo.

A ella no la he olvidado.

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