miércoles, 8 de diciembre de 2021

Acantilado

 




No aconsejaban ir a pie pues era un camino, además de largo, ascendente y con el viento del Atlántico que azotaba con intensidad. El Instituto Oceanográfico se situaba en lo alto de un inmenso acantilado y, además de los objetos y enseres propios de un museo, poseía unas grandes vidrieras que te ofrecían la vista de la inmensidad del Océano. Península Valdés es una reserva natural de la Patagonia y conocida por los animales marinos que habitan en sus playas y en las aguas circundantes, como ballenas, leones y elefantes marinos. Un lugar con extremo clima que puede oscilar en verano entre los cuarenta y cinco grados diurnos con noches de diez. 

Ese día, de benigna temperatura, decidí sentarme en una zona algo protegida del acantilado; el viento no cesaba y procuraba un rumor, tan leve como constante, como fondo musical a la inmensidad del paisaje. Subyugado y sobrecogido al mismo tiempo, por la inmensidad de la naturaleza desnuda y la sensación de plenitud que en ningún otro lugar había sentido. Las aguas, de tonalidades grises, evidenciaban solo con mirarlas lo gélido de su temperatura. Con la lentitud de su densidad, avanzaban despacio, como con cuidado, hasta acariciar las rocas que definían los límites de su expansión. El color del cielo se confundía con el mar haciendo indistinguible la línea del horizonte. El saliente donde me senté en su contemplación hacía que la sensación física fuese de un entre mares que todavía me fundía más con la naturaleza. Soledad, silencio sonoro, inmensidad, paz. De vez en cuando y dependiendo de la dirección del viento, sentía levemente los granitos de arena traídos de alguna de las dos playas cercanas. Todo el conjunto realzaba un sentimiento inexplicable y adormecía el pensamiento racional. Una sensación que, intuyo, debe ser similar a la concentración que se experimenta con las técnicas de meditación pero que allí no conllevaba ningún esfuerzo, y que te atrapaba sin remedio. El estar era suficiente para sentir la inmensidad de la naturaleza y tu pequeñez que el entorno engrandecía; lo inabarcable que te hace infinito en su contemplación; la vida en su origen; el vacío en su plenitud; la mirada perdida; el corazón palpitante; el silencio amable. 

El descenso fue potente. El viento racheado batía mi cuerpo haciendo penoso el camino. Sin embargo, no tuve ninguna sensación desagradable. Era como una continuación frenética de esa infinita majestuosidad. Por momentos, se levantaban nubes de arena que obligaban a entrecerrar los ojos. Poco a poco, la ventisca fue descendiendo hasta casi desaparecer cuando llegué a la población de partida y me mezclé entre sus gentes. El recuerdo de la sensación física todavía permanecía en mi cuerpo y me hacía recordar, con una sonrisa, la intimidad vivida. La algarabía del restaurante no invadía los restos del silencio interior del tiempo que pasé en el acantilado.

A la mañana siguiente, partí en avión con dirección a Ushuaia -la población más austral del mundo- y por la ventanilla pude observar las formas de la península en uno de cuyos acantilados estuve ensimismado el día anterior. Pequeño, cada vez más pequeño, hasta desaparecer de la vista. Cerré los ojos y rememoré los momentos vividos. Sonreí.

 

3 comentarios:

  1. Puedo imaginarte, sentado, quuieto y en paz. Lo has descrito muy bien, detalladamente y con un poco de nostalgia en el fondo, como suele pasar con los recuerdos.

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  2. Muchas gracias, Rosa. Así es. Un recuerdo imborrable.

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  3. Muchas gracias, Rosa. Así es. Un recuerdo imborrable.

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