viernes, 17 de enero de 2020

Mi cazadora de aviador



Siempre quise una cazadora de aviador, pero no había encontrado el modelo adecuado. Casi todas y siguiendo la tendencia respondían a la estética de motorista.

 - Ahora que estamos fabricando en el nuevo taller prendas de piel para la colección de mujer, me gustaría hacérmela a medida, les dije a Ismael, director del equipo de diseño que formaban junto a Ana y Maite.
 -Pues creo que aún guardo algunos bocetos y fotos de mi etapa en Burberrys, me dijo Ana.
- Ya me los enseñarás, pues me cuesta bastante encontrar lo que quiero -le dije- y la idea la tengo clara. Tiene que parecerse a las que llevaban los pilotos de la RAF inglesa o los de la Luftawe alemana en la segunda guerra mundial. A ver si en Nueva York encontramos algo.

Desde al año 2000 no habíamos regresado a la ciudad que solíamos visitar en busca de modelos a copiar o ideas inspiradoras para trasladarlas a nuestra colección. La tragedia de las torres gemelas y el triste pálpito vital posterior, unido a las incomodidades de los múltiples controles y dificultades, habían desaconsejado ese regreso a una ciudad en la que había disfrutado tanto -Maite no la conocía- con Ana e Ismael. Pero nos decían que las cosas, dos años después, ya se habían normalizado y, aunque no conseguimos vencer la pereza de Ismael, marchamos los tres, como siempre, ilusionados. Maite soñaba con subir a lo alto del Empire State y contemplar las maravillosas vistas de la ciudad. Ana y yo ya habíamos estado y aprovechamos una mañana en la que ella no se encontraba del todo bien, -un leve catarro- para dejarla en el hotel y acompañar a Maite en esa visita.  Todo había cambiado. Lo que antes era sencillo y fácil se había convertido en esperas interminables, controles exhaustivos, cacheos indiscriminados y todo tipo de incomodidades. Mi alergia a las colas y esperas, como a las gestiones administrativas, es tan exagerada como insuperable. Solo la ilusión de Maite, me hizo soportar, no sin quejas ni resoplidos, la ascensión hasta el final de la torre y que supuso hora y media de suplicio. Una vez en lo alto, le dije a Maite que se tomara todo el tiempo que quisiera para disfrutar de las vistas mientras yo, agotado, me disponía a encender un cigarrillo -todavía se podía fumar en espacios abiertos- y calmar mi ansiedad. Al cabo de unos veinte minutos y después de rodear toda la torre se acercó y me dijo: ya está, ¿bajamos? Y le miré a los ojos. Brillantes, gozosos, felices y plenos de gratitud fueron, aquel día, lo más hermoso del cielo de Nueva York.

Por la tarde, y recuperada Ana, anduvimos por todas las tiendas del Soho además de los almacenes Barneys, Sacks, Macy´s y Bedford Goodman, haciendo nuestro trabajo de investigación y comprando las prendas que pudieran servir de base para alguna línea de nuestra propuesta creativa. Y también buscábamos cazadoras. Alguna de Chevignon o Ralph Lauren se aproximaban a mi idea, pero con exceso de fantasía. En una librería de viejo, y de verdadera casualidad, encontramos un libro de uniformes militares de la segunda guerra mundial, lleno de fotografías de soldados de todos los cuerpos y bastantes aviadores junto a sus aeroplanos, con lo pantalones anchos de pliegues, botas acordonadas y cazadoras de piel, posando ante la cámara en momentos de descanso. Allí se encontraban múltiples modelos de mi agrado y que servirían, haciendo los patrones adecuados, para fabricar mi ansiada y exclusiva prenda.

De regreso y ya en el estudio, Maite hacía los primeros bocetos y Ana se encargaba de los forros y fornituras adecuadas. Elegimos una piel de vacuno, recia en apariencia, pero suave, flexible y mórbida al tacto que denotaba un excelente curtido; el elástico de la cintura y puños estaría recubierto con la mejor calidad de punto y en un hilo de merino extrafino que no se suele utilizar en complementos; el interior, acolchado y con bolsillos de parche de la misma piel exterior, ya contenía uno pequeño del tamaño de los móviles de entonces y que hoy ha quedado para otros usos. Charreteras reforzando los hombros, apliques que simulaban los escudos distintivos de las unidades militares, fuelles en la espalda, grandes bolsillos de plastrón con cierres de presión y un gran cuello redondeado que con el paso y el uso de los años ha adquirido ese aspecto de napa más oscura que el resto de la piel. El cierre de cremallera completaba el hermetismo de la pieza. Ismael seguía, admirado, la calidad con que se fabricaba en ese taller pues siempre tuvo una extrema debilidad por la calidad intrínseca de cualquier artículo y del trabajo bien hecho.  
Es mi cazadora de aviador que me acompaña desde hace dieciséis años, que guardo   como un tesoro y que sigo utilizando. 
Fue la etapa profesional más gozosa de mi vida y creo que de la de todo el equipo. La sintonía personal se unía a una simbiosis de criterios, percepciones y gustos que hacían de cada jornada de trabajo una fiesta. Nuestros viajes, también a París, Londres o Milán, reforzaban esa relación.
Pocos años más tarde y debido a la enorme competencia del mercado y a los costes de producción nacional, la corporación propietaria de la fábrica y la marca, decidió su cierre. Algo muy doloroso para todos los que habíamos conseguido hacer de nuestro trabajo algo más que una relación profesional. 
El día en el que nos despedíamos, entre abrazos y lágrimas sabíamos que una etapa única había concluido. Y yo, con la convicción de que los tres eran un ejemplo de lo mejor que la vida profesional puede aportar a una persona. 
Han pasado los años y seguimos manteniendo un esporádico contacto; los recuerdos, que tienden a situarse al borde de la memoria no han caído en el abismo del olvido.

Cuando llega el otoño y, como ahora, comienza a refrescar, voy a mi armario, recupero la cazadora, le quito la funda de tela, la miro sonriente y me la pongo. Me abrazo con ella y revivo nuestra amistad, aquellas lágrimas y abrazos y el cielo de Nueva York.

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