sábado, 18 de agosto de 2018

Cicatrices y fronteras





El ministro Josep Borrell siempre me provocó sensaciones ambivalentes. Por una parte, admiro su cultura, inteligencia, brillante dialéctica, nivel intelectual -poco común entre los políticos- y me produjo simpatía su reciente postura dentro de los movimientos de su partido. Por otra, siempre he recelado de esa química que transmite del hombre que siente que ha sido merecedor de mayores reconocimientos y que su ambición reclamaba. Su prepotencia y arrogancia se fue atemperando con los años, y sobre todo a raíz de sufrir las traiciones internas de su partido que afrontó con evidente bisoñez e inocencia. Ahora, en el final de su carrera, ha adoptado una postura beligerante -lícita como cualquier otra- con el independentismo catalán. Y con su brillante discurso, al que ya he hecho referencia, ha dicho que "las fronteras son cicatrices que la historia ha dejado sobre la tierra", con evidente intención epatante. Y tiene toda la razón. Y cabría añadir que donde hay cicatrices es porque hubo heridas y sangre. La práctica totalidad de los países del mundo son consecuencia de matrimonios reales o apaños de las noblezas -que no por eso evitaron reacciones-, invasiones, colonizaciones, guerras, levantamientos y, en definitiva, muerte, sangre, injusticias y dolor. Por eso la historia del mundo esta marcada por esas cicatrices que señala como fuentes de desgracia. Y es ahí donde, en mi opinión, su tesis adolece de fundamentos sólidos para combatir aquello que rechaza. Porque, ¿no podemos considerar un avance de la civilización que un pueblo, de forma pacífica, libre, responsable y democrática pueda decidir su futuro? Ni cicatrices, ni sangre, ni dolor, ni muerte. Solo la expresión de su voluntad colectiva. ¿No es incluso moralmente superior?

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