miércoles, 21 de octubre de 2020

Callejón con bolardo y charco

 

El rellano de la escalera era el placentero escenario de los últimos escarceos amorosos hasta que desde el fondo -en aquel tiempo todo estaba al fondo- avisaban para cenar. El último beso daba inicio al descenso por las escaleras embaldosadas de barro rojizo y canteadas de madera envejecida. Al final del largo patio esperaba un portalón grande y pesado, con cierres de hierro y tirador, que daba acceso a la calle. Una calle amplia, de doble calzada adoquinada y que confluía con el comienzo de una gran avenida. Era el recorrido más cómodo, aunque algo más largo que serpentear por las estrechas callejas que le llevarían a las proximidades de su destino final. Siempre decidía caminar por ellas, angostas, mal pavimentadas y solo iluminadas por el algún comercio de ultramarinos, algún pequeño bar y las mortecinas luces de los pisos más bajos de viviendas. Semejaban costuras entre las calles paralelas y su recorrido irregular y caprichoso resultaba ameno. La última, concluía en un callejón con un bolardo de piedra, cilíndrico y con la parte superior redondeada semejando un símbolo fálico y que los niños habían dejado pulida de tanto saltar entrepiernas. Era la señal de que no se podía circular por allí, a excepción de alguna bicicleta o motocicleta de poca cilindrada. Los laterales del pavimento hacían una leve inclinación al centro, por donde discurrían las aguas de lluvia y de algún cubo vecinal, creando el efecto de una irregular cicatriz, hasta encontrarse con el bolardo al que rodeaban por ambos lados para llegar al desagüe. En un recodo de la calle, con el pavimento más quebrado, se había formado un pequeño charco al que la amarillenta luz de una tienda de objetos militares matizaba en tono sepia y reflejaba la torre de la Iglesia cercana, creando un entorno irreal que destacaba sobre el gris inalterable del entorno. Las casas y sus balcones, tan humildes como cercanos, hasta compartían tendedor de ropa en amable vecindad. El callejón terminaba en una calle algo más amplia y a la derecha se encontraba una sala de fiestas famosa en la ciudad. Atravesándola y olvidando la sala, desembocaba en una gran calle, recta, firme y rotunda llamada General Franco y que suponía casi una frontera entre dos mundos. En algunas ocasiones y casi llegando al final del callejón, escuchaba los insultos y gritos de alguna pelea o bronca que provenía de la sala, observaba a los vecinos asomarse a los balcones y, por prudencia, retrocedía sobre sus pasos en recorrido inverso. Al llegar de nuevo al bolardo, acariciaba su marmórea superficie enriquecida por los reflejos de la luna. Siempre lo mismo, le decía como si conversara con él. Dicen que es por una mujer y nunca es así. Es por los machos y sus rivalidades. Todos creen ser como tú.

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