miércoles, 29 de abril de 2015

Palabras sin fundamento





Desde mi juventud he sentido especial debilidad por el lenguaje. No encuentro otra forma más rica y precisa para transmitir ideas, pensamientos, reflexiones y, además, una de las mejores para comunicar sentimientos. Aunque permanente aprendiz, pongo especial cuidado en su correcto uso al tiempo que le profeso el mayor respeto. “El dardo en la palabra” de D. Fernando Lázaro Carreter y “La seducción de las palabras” de Álex Grijelmo, son libros de cabecera que nunca abandono y en los que sigo admirando el profundo amor que sus autores sienten por la palabra. A mí me ocurre algo parecido. Siento a las palabras como seres animados que tienen color, resonancias, recuerdos; que afirman, gritan, emocionan, acarician, susurran y que permiten, en el breve espacio de los blancos, comunicar en silencio. Por eso y desde hace bastante tiempo observo con tanta preocupación como disgusto el pésimo uso, e incluso el abuso, que se hace del lenguaje. Recuerdo mi alarma, en mis tiempos de empresa, cuando se comenzó a emplear el verbo priorizar; se utilizaba especialmente en el mundo del marketing –como consecuencia de la influencia anglófona- y sustituyendo al compuesto de verbo y sustantivo que es dar prioridad. ¡Qué diferencia hay en el uso de ambas expresiones! Dar prioridad, además de una suave sonoridad, implica una cierta forma de urbanidad, atención, deferencia; nos evoca amabilidad, respeto, buen trato. Priorizar –a mí siempre me sonó a la acción que desarrolla algún insecto- es voz autoritaria, imperativa, que no admite duda, sin matices y despoja de musicalidad a la frase en la que se utiliza. Soy consciente de su existencia en el DRAE pero debo decir que como tantas otras poco afortunadas. Pero esta moda o uso ignorante de la verbalización de sustantivos se está extendiendo como una plaga. Descubrimos que ya “no destacamos” o “hacemos visible” tal o cual cosa sino que ahora la visibilizamos, en una suerte de fonemas con los que, de no acudir al logopeda, corremos el riego de escupir a nuestro interlocutor. En una reunión con concejales del grupo municipal de CHA (Chunta Aragonesista) –siempre tenían a gala su juventud y origen universitario- uno de ellos nos afirmó su voluntad de “musealizar” la ciudad. No se trataba, al parecer, de destacar los museos existentes sino de que concluyéramos apreciando la “visibilización de esa musealización”. Acabo de leer en la prensa que como consecuencia de vertido de crudo en las costas canarias, ha sido afectada una playa “categorizada” como reserva de la biosfera. No me extraña que uno procure evitar el baño. 

Pero existen otras propuestas que, en base una pretendida originalidad y modernidad, pervierten el uso original e incluso la cualidad que contiene la palabra. La buena periodista Pepa Fernández, decidió un día elevar el nivel de sus oyentes calificándolos de “escuchantes”. Es de todos sabido que a escuchar se le aplica la característica de la atención y concentración; por eso escuchamos una conferencia, una declamación o, simplemente, música; también es cierto que se puede oír sin escuchar o hacerlo ocasionalmente o por momentos. La expresión que siempre ha definido a las personas que “hacen uso” de la radio ha sido la de oyentes, que nos remite a esos orígenes de las galenas, de los radioaficionados y que, evolucionada la tecnología, nos permitió oírla en movimiento siendo la principal cualidad del medio. Siempre se ha dicho que la radio se puede oír y hacer otras cosas simultáneamente. Algo más propio del oyente que del escuchante, resultando esta ocurrencia de la periodista tan pretenciosa como insustancial. 
No sé si la expresión fue invento suyo o ya existía –parece que sí- , pero nunca le perdonaré a Luis del Olmo su popularización. Lo de tertuliano me supera. Siempre, y tampoco es que haya tenido un entorno tan culto y refinado, conocí la palabra contertulio. Persona que participaba en una tertulia y que convenía con otros intercambiar opiniones, conocimientos e incluso confidencias. A mí, un contertulio me evoca educación, serenidad, interés; creo que puedo aprender y sentir que aporto utilidad. Saludar o despedir a los contertulios me provoca satisfacción y un sentimiento amable. Buenas referencias nos ofrece la literatura y el cine de esas tertulias en las que tantos intelectuales participaron e hicieron famosas. Pero de un tertuliano sólo puedo esperar gritos, vulgaridades, pésima educación; lo vemos todos los días en los diferentes medios en los que nos agobian con sus soliloquios y parlamentos. Se me dirá que no es el nombre sino las personas o los formatos, pero creo que no es cierto. El escenario modifica el comportamiento de las personas. Y la denominación creo que también. Yo, en un contertulio deposito mi confianza y mi atención. De un tertuliano no puedo esperar nada bueno. Y no pienso en el sufijo del vocablo. 

Zaragoza, 29 de Abril del 2015 

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