sábado, 4 de abril de 2009

Carta al médico de mi madre


Querido Alfonso:

“Debéis estar preparados para lo peor; tiene una cardiopatía irreversible acompañada de insuficiencia pulmonar”, fue tu último diagnóstico en el Hospital Clínico, y con disimulada irritación ante la definitiva impotencia, respondiste ante la mirada suplicante de mi hermana Isabel: “Se muere todo el mundo, incluso Concha”. 

No era difícil deducir de tu tono, no ya la resignación profesional largamente experimentada, sino la tremenda amargura humana que tal realidad próxima te producía.
Una realidad anunciada mucho tiempo atrás, sorteada, combatida, derrotada en tantas ocasiones con tu imprescindible complicidad, que parecía imposible que llegara.
Nunca, como en este caso y aunque la ciencia ortodoxa opine lo contrario, se ha cumplido la brillante frase de Montaigne:

“No morimos por estar enfermos sino por estar vivos”

Porque aunque parezca una paradoja, pocas veces se ve relucir la vida de una forma tan intensa en momentos de tanto dolor; vida a la que nuestra madre nunca renunció, a pesar de los sinsabores y malos tratos que le dio en tantos momentos y, ni siquiera en los más difíciles le volvió la espalda, como la amante que soporta todas las traiciones por conservar el bien amado.
“Concha tiene una naturaleza extraordinaria y un médico sensacional”, dijiste, en otra ocasión, con tu habitual humor cargado de ironía; es curioso que cuando nos tomamos en broma es cuando más serios resultamos. Podríamos hacer una apología de todo tipo de valores humanos: ternura, tolerancia, paciencia, perseverancia, valor, disciplina, esfuerzo, amor… pero todos se resumen en esa expresión rotunda:
“Un médico sensacional”
Porque es imposible si no hay detrás una maravillosa persona, que dedica su existencia, no a combatir la muerte sino a luchar por la vida.
¡Y qué compañero de lucha tuvo nuestra madre!
Vienen a nuestra memoria las largas noches de hospital, con sus sentidos lamentos y sus permanentes reclamos a dos ausencias, su madre y su hermano –médico como tú- y a una presencia, la tuya Alfonso, cuya promesa de atención servía de inmediato para calmar su ansiedad. ¡Cómo se transformaba su rostro sólo con verte! Esa leve sonrisa, en un rostro bellísimo de natural, relucía de serenidad, de confianza, de sentirse en buenas manos. La ciencia no ha inventado el medicamento que llevabas contigo.

“Todos cuando favorecen a otros, se favorecen a sí mismos; y no me refiero al hecho de que el socorrido querrá socorrer y el protegido proteger, o a que el buen ejemplo retorna, describiendo un círculo, al que lo da, sino a que el valor de toda virtud radica en sí misma, ya que no se practica en orden al premio: la recompensa de una acción virtuosa consiste en haberla realizado” (Cartas a Lucilio, Séneca)

Debes sentirte bien, Alfonso. Satisfecho, pleno, feliz. Junto con nuestra madre, eres el vencedor de esta batalla. Es lo que pretendo con esta carta, contribuir a afirmar ese sentimiento. Ni siquiera darte las gracias, pues no es necesario a quien consideramos parte de nosotros. No la llores, nosotros no lo hacemos.
¡Qué bien debe estar ahora!, allá arriba, sonriendo…con nuestro padre.
La imaginamos en el Hospital del Cielo, donde su hermano Antonio habrá hecho todos los preparativos, la rodeará de eminentes cardiólogos y ángeles enfermeros, de tecnologías celestiales que eliminan el dolor y de milagrosos medicamentos de alegría.
Pero estoy seguro de que el día que se encuentre algo “pachucha”, esperará a la noche y, aprovechando un descuido de los celadores, escapará por una escalerita de estrellas en el firmamento, para llegar temprano a la consulta terrenal de su querido Alfonso.

Nunca lo olvidaremos.

Julio 1999

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