Reflexionaba estos días, con motivo de diferentes noticias aparecidas en prensa, televisión y redes sociales y también como consecuencia de alguna polémica en ellas, acerca de los conceptos que dan título a este escrito. Ya en su momento, y a raíz de los luctuosos y criminales sucesos acaecidos en París, escribí un post en mi blog que titulé “Je suis Charlie Hebdo” en el que mostraba mi incondicional defensa de los derechos de la revista y de lo publicado. Me llamó entonces la atención que desde determinados ámbitos, que incluso se sienten progresistas, si bien condenaban los atentados –creo que no podía ser de otra forma- reconvenían a la revista por lo innecesario e irrespetuoso de su publicación. Este tipo de actitudes “tolerantes y políticamente correctas” son lo más peligroso que existe para la libertad de expresión y por ende para la libertad en general, ya que introduce un matiz deductivo acerca de que la falta de respeto a las ideas trae como consecuencia los actos más bárbaros y criminales. Si procuramos respetar a las ideas no tendremos consecuencias tan nefastas, nos dice el mensaje, conculcando principios sobre los que se sustenta nuestra preciada libertad. Lo mismo ocurrió y es algo permanente con los temas que afectan a la religión, con una “drag queen” crucificada y ganadora de unos carnavales canarios. Desde determinados ámbitos han hablado de blasfemia, concepto de carácter religioso. Volveremos a conocer denuncias, abogados, fiscales y jueces basados en unos supuestos “atentados a los sentimientos religiosos” que probablemente concluyan en un sobreseimiento de la causa. También, un autobús pintado con lemas subliminalmente homófobos indignó a muchas personas en las redes sociales. Sobre este hecho y a falta de conclusiones de carácter judicial acerca de si se ha cometido delito –no soy un experto como tantos que abundan en internet- manifestaré que tengo mis dudas acerca de si está amparado por la libertad de expresión que sólo tiene como límite el Código Penal. En definitiva y tratándose de dos casos situados en las antípodas del pensamiento pueden tener en común ese derecho a la libertad de expresar una creencia u opinión dentro de la legalidad. Y muy probablemente los que consideren indignante uno no les parecerá lo mismo el otro. Como no es la intención de este escrito dar una opinión de ambos casos, no lo voy a hacer, ya que creo que cualquiera que me conozca algo puede deducirla; sólo aprovecho para lamentar el enorme eco que una “indignada torpeza” ha procurado a una de ellas. Pero lo que me ha llamado la atención ha sido la cantidad de improperios, insultos y descalificaciones que he leído y escuchado referido a personas y que conduce a los enfrentamientos más agrios y crispados. Algo que desgraciadamente sucede a menudo con las controversias y polémicas en las redes sociales y que reflejan una falta de madurez democrática y ciudadana. Y considero que la raíz de todos estos males procede de la falta de comprensión e interiorización de algo que he defendido siempre: Lo único respetable son las personas y sus derechos tener ideas, creencias y opiniones y expresarlas libremente dentro de los límites legales mencionados. Pero ese derecho a tener ideas, creencias u opiniones no conlleva, en modo alguno, que éstas sean objeto de incuestionable respeto. Esta tendencia permanente - insisto en que se da en personas progresistas- de corporeizar las ideas y creencias y convertirlas en una prolongación de la persona, es una de los motivos que más problemas de convivencia originan. E incluso algunos que consideran que éstas son cuestionables, exigen que sea de “determinada forma” para no herir a la persona. Es obvio que la mesura es una buena forma de relación y convivencia, pero muchos que lamentan cierta “rotundidad crítica”, no comprenden que es una prerrogativa del crítico y nunca un derecho de lo criticado. En los temas religiosos, convierte el debate en algo imposible. Decía un eminente filósofo que no hay que confundir a la persona con su sombra ya que, como es obvio, son dos cosas distintas. Y me permito añadir que la sombra es tan corta o alargada como la altura e inclinación del sol. Lo mismo ocurre con las ideas, creencias u opiniones. No son más que sombras de nosotros mismos que varían con los años y el crecimiento personal e intelectual. Respetemos a las personas, sobre todo a las personas y sus derechos. Pero cuestionemos todas las ideas y creencias con la virulencia que consideremos necesaria. Los grandes avances de la humanidad han sido provocados por la falta de respeto a lo establecido. A las creencias, ideas y dogmas.
domingo, 5 de marzo de 2023
lunes, 12 de septiembre de 2022
A Rosa García. In memoriam.
Fuiste la primera. Cuando hace ya muchos años hacía mis primeros balbuceos en internet, tan despistado como tú, nos encontramos junto a Carlos, en una plataforma un tanto rara. Recuerdo que me dijiste que era la única persona que contestaba a todos tus mensajes, propuestas y comentarios. Y ahí comenzó una amistad franca, sincera, sobria y sencilla como tu querida patria vasca. Anduvimos juntos por estos caminos raros, en ocasiones, de las redes y, al final, decidimos nuestro lugar en ellas. Un lugar sereno, donde compartir inquietudes y sentimientos.
Fuiste, sobre todo y ante todo, un mujer libre que amaba la vida y buscaba amar a las personas. Esa bonhomía de sentimientos y actitudes conformaba una elegancia que no precisaba de ningún aditamento. Anfitriona como ninguna, en ese Bilbao tuyo, organizaste en primer encuentro entre algunos de los que conformábamos un grupo. En el funeral de tu querido Julen -no sé si superaste su pérdida- les dijiste a tus amigas, cuando me presentabas... "si hablo todos los días con Antonio; hablo más con él que con todas vosotras"... con tu inconfundible acento vasco.
Vienen a mi memoria tantas cosas...
Siempre que hablaba de internet me refería a mis tres amigas vascas, Marije -siempre permanente- y Sira que, aunque atareada, siempre está ahí.
Recientemente, comentabas cosas con mi hermana Olga acerca de algo que os apasionaba a las dos: la música. Y nos enseñabas tus ilusionadas acuarelas como como una joven principiante.
Querida, Rosa, ha sido un lujo tenerte como amiga y saber, porque lo sé, que me querías.
Que las flores adornen las orillas de tu camino, que todos los pájaros canten para ti y que sepas que dejas en mi corazón una dulce tristeza. Dulce porque tu recuerdo no deja otro sabor.
Adiós, querida amiga.
martes, 18 de enero de 2022
Perdidos en Tokio
Sensualidad y caos es la sensación que me provoca el segundo visionado de la película Lost in Translation interpretada por Scarlett Johansson (Charlotte) y Bill Murray (Bob). Esto de ver las películas dos veces se ha convertido en una costumbre siempre gozosa.
Comienza con Charlotte tumbada en la cama y de lado. La cámara nos muestra su cuerpo, de la cintura a los pies, con unas recatadas braguitas rosas semitransparentes y sus piernas al aire. La imagen, inspirada en un cuadro del pintor hiperrealista John Kacere, ha pasado a la historia del cine como la de Mena Suvari bañada en rosas de American Beauty y es metáfora de la sensualidad permanente del film.
Bob, un maduro actor americano en decadencia, acepta la oferta millonaria para ir a rodar un anuncio del whisky japonés Santori. Después de un matrimonio de más de veinte años, está afrontando una grave crisis emocional, y se siente frustrado y aburrido también con el desarrollo de su profesión. La soledad y la desesperanza son sus compañeras vitales desde hace tiempo. Pasa sus ratos libres acodado en la barra de uno de los bares del inmenso hotel Park Hyatt de Tokio, donde coincide con Charlotte, una joven veinteañera, recién casada con un fotógrafo que tiene que hacer algunos viajes, quedando perdida entre el hotel y las visitas a la ciudad de Tokio.
Allí se conocen, y poco a poco, entre conversaciones breves, se va entablando una amistad no exenta de atracción. Con lo efímero de la confianza entre dos seres distantes, comparten el vacío de sus vidas entre charlas de intimidades sin el miedo a contarlas a un desconocido. Pero lo más interesante son los planos sin palabras en los que el acercamiento entre ellos se va haciendo cada vez más explícito.
El atractivo de una joven ilusionada por la vida, su aparente ingenuidad, su frescura y libertad van, de forma tan pausada como intensa, fascinando a Bob y haciendo que se plantee si otra vida es una opción o está todo perdido. La alternativa de la esperanza vuelve a renacer a pesar de que su vida está hecha y es difícil de recomponer.
Por su parte, Charlotte percibe la atracción de la madurez sobre la que se ha abierto ese resquicio de fragilidad en un hombre adulto, aparentemente seguro de sí mismo y con el que siente otra emoción diferente a la relación insustancial con su marido. No en vano y durante una conversación se pregunta “no sé con quién me he casado”. La diferencia generacional y los esfuerzos de Bob por parecer joven le provocan una doble ternura y seducción.
El de Bob y Charlotte será un romance platónico, sobre el que siempre sobrevuela la posibilidad de la culminación física; pero sobre todo será un encuentro de sensibilidades, de dos almas perdidas en armonía que se reconocen y conmueven por encima de las diferencias generacionales. Y que se están pidiendo en suaves susurros.
Un tercer personaje es la ciudad de Tokio como metáfora del caos en que ambos están sumergidos. Las calles plagadas de neones, con signos y sonidos incomprensibles, la diferencia cultural, los karaokes – en los que se suceden escenas inolvidables- actúan de mapas confusos como su propio ser, en los que se sienten perdidos y que poco a poco derivarán en los sentimientos pudorosos, en las sutiles emociones, en las miradas y en leves roces repletos de intimidad.
Y ese será el escenario del adiós. ¿Un adiós abierto? Esa llamada, después de haberse despedido en el hotel, cuando casualmente Bob la ve confundida entre el gentío caótico de las calles, y que concentra una burbuja entre dos seres únicos en ese espacio. Y ese abrazo intenso y largo, como deseando que no acabe, ese beso apasionado -esta vez sí- y que conduce a un nuevo abrazo en el que Bob le susurra algo al oído que nunca sabremos. ¿No dejaré que nada se interponga en nuestro camino? ¿Nos veremos en el próximo anuncio? Tenemos que reencontrarnos de alguna manera.
Mientras Bob camina hacía atrás y ella lo mira sin moverse, la muchedumbre rompe esa burbuja y todo se va perdiendo y confundiendo. Los dos habrán empezado su largo camino entre la sensualidad y el caos.
miércoles, 5 de enero de 2022
Los vúmetros
Sentado en el salón y dispuesto a disfrutar escuchando música, observo los cuatro aparatos que se encuentran en el mueble color cerezo que los contiene, protege y muestra a través de la puerta acristalada. Mi giradiscos Sony semiprofesional en el estante intermedio, se ve favorecido por la iluminación led que he colocado en la balda superior y que se activa con el movimiento. El disco de vinilo resplandeciente y en giro constante es todo un rito de gran encanto.
El cono truncado, casi en la base de plato, me muestra esos cuadritos que, estando en movimiento, quedan fijos a la vista asegurando que las revoluciones no sufran una desviación superior a un tercio de giro. El negro intenso del vinilo resulta cautivador. Hace poco compré uno de la artista catalana Clara Peya en color blanco semitransparente que, siendo curioso, no posee la elegancia del negro. La leve caída del brazo con la aguja lectora y que no sobrepasa un roce superior a medio gramo, anuncia el sonido que casi de inmediato inunda el espacio de la estancia. Acompaño la caída suave de la tapa transparente y desde el sillón observo el giro levemente bamboleante del disco. Los altavoces Polk Audio de siete vías, cubren toda la banda acústica con excelente calidad.
En el estante inmediatamente inferior se encuentra el reproductor Sony de CD´s que, si bien es de notable calidad, no ofrece ningún interés estético.
Pero mi mirada siempre se dirige a los dos aparatos superiores. El amplificador JVC y el sintonizador Pioneer son de una belleza incomparable. Tienen casi cuarenta y cinco años, ese tiempo en el que el aluminio anodizado era empleado en todos los aparatos de alta fidelidad. El amplificador funciona con perfección envidiable y casi, por sí mismo, alcanza la ecualización. La suavidad de los mandos y palancas se mantiene intacta después de tantos años. El suave brillo del material y de las ruedas selectoras ofrecen un efecto irisado admirable.
Quizás lo particular de mi actitud reside en el encendido automático de un aparato no conectado. El sintonizador, la pieza más bella de todas, ha perdido su utilidad. La nula atención que se presta en las comunidades a las antenas de FM, la invasión digital, las deficientes instalaciones eléctricas de las casas, han conllevado una pérdida de calidad sonora y unas interferencias que lo inutilizan.
Pero siempre lo enciendo. Y lo utilizo sin esperar respuesta. La rueda voluminosa, que con un levísimo golpe de giro desplaza el dial, perfilando a lo largo de los números y pequeñas señales de las fracciones que precisan el punto de la emisora, me supone un verdadero placer. La luz amarillenta y cálida de su frontal, con los dos vúmetros que recogen las señales de mi voluntad me sigue fascinando. Las finísimas agujas sensibles al movimiento, en ocasiones centelleante si los sonidos son alternos, y con la parte derecha en rojo como anuncio de alguna distorsión, me siguen pareciendo admirables. Y ese levísimo punto de luz me traslada a un tiempo que ya no existe más que en mi memoria. Y me hace sentir soberano de mis recuerdos. De aquél que fui y que, de alguna manera, sigo siendo.
miércoles, 8 de diciembre de 2021
Acantilado
No aconsejaban ir a pie pues era un camino, además de largo, ascendente y con el viento del Atlántico que azotaba con intensidad. El Instituto Oceanográfico se situaba en lo alto de un inmenso acantilado y, además de los objetos y enseres propios de un museo, poseía unas grandes vidrieras que te ofrecían la vista de la inmensidad del Océano. Península Valdés es una reserva natural de la Patagonia y conocida por los animales marinos que habitan en sus playas y en las aguas circundantes, como ballenas, leones y elefantes marinos. Un lugar con extremo clima que puede oscilar en verano entre los cuarenta y cinco grados diurnos con noches de diez.
Ese día, de benigna temperatura, decidí sentarme en una zona algo protegida del acantilado; el viento no cesaba y procuraba un rumor, tan leve como constante, como fondo musical a la inmensidad del paisaje. Subyugado y sobrecogido al mismo tiempo, por la inmensidad de la naturaleza desnuda y la sensación de plenitud que en ningún otro lugar había sentido. Las aguas, de tonalidades grises, evidenciaban solo con mirarlas lo gélido de su temperatura. Con la lentitud de su densidad, avanzaban despacio, como con cuidado, hasta acariciar las rocas que definían los límites de su expansión. El color del cielo se confundía con el mar haciendo indistinguible la línea del horizonte. El saliente donde me senté en su contemplación hacía que la sensación física fuese de un entre mares que todavía me fundía más con la naturaleza. Soledad, silencio sonoro, inmensidad, paz. De vez en cuando y dependiendo de la dirección del viento, sentía levemente los granitos de arena traídos de alguna de las dos playas cercanas. Todo el conjunto realzaba un sentimiento inexplicable y adormecía el pensamiento racional. Una sensación que, intuyo, debe ser similar a la concentración que se experimenta con las técnicas de meditación pero que allí no conllevaba ningún esfuerzo, y que te atrapaba sin remedio. El estar era suficiente para sentir la inmensidad de la naturaleza y tu pequeñez que el entorno engrandecía; lo inabarcable que te hace infinito en su contemplación; la vida en su origen; el vacío en su plenitud; la mirada perdida; el corazón palpitante; el silencio amable.
El descenso fue potente. El viento racheado batía mi cuerpo haciendo penoso el camino. Sin embargo, no tuve ninguna sensación desagradable. Era como una continuación frenética de esa infinita majestuosidad. Por momentos, se levantaban nubes de arena que obligaban a entrecerrar los ojos. Poco a poco, la ventisca fue descendiendo hasta casi desaparecer cuando llegué a la población de partida y me mezclé entre sus gentes. El recuerdo de la sensación física todavía permanecía en mi cuerpo y me hacía recordar, con una sonrisa, la intimidad vivida. La algarabía del restaurante no invadía los restos del silencio interior del tiempo que pasé en el acantilado.
A la mañana siguiente, partí en avión con dirección a Ushuaia -la población más austral del mundo- y por la ventanilla pude observar las formas de la península en uno de cuyos acantilados estuve ensimismado el día anterior. Pequeño, cada vez más pequeño, hasta desaparecer de la vista. Cerré los ojos y rememoré los momentos vividos. Sonreí.
martes, 25 de mayo de 2021
El nogal
La iglesia antigua está situada en la parte alta del pueblo. Por encima se yerguen las últimas urbanizaciones construidas como segundas residencias y a su costado, a la mitad de su altura, un mirador con bancos proporciona la vista de los montes y los tejados de pizarra de las casas. También concede descanso a todos los que han subido por las largas y empinadas escaleras de piedra, bien para acceder a la Iglesia o acortar camino en excursiones más ambiciosas. El hermoso descenso, que debe ser cuidadoso por lo cortante de los escalones, te sitúa, al cabo de sus tres curvas, en la plaza y la calle principal, en donde los veraneantes desayunan animadamente o realizan las compras en las tiendas. Poco más allá, el puente sobre el río, poco caudaloso en esa zona, está adornado en sus barandillas por plantas y flores que confieren un carácter festivo al entorno. Todo el conjunto transmite la relajación y alegría de la fiesta y el descanso que solo en los pueblos de montaña se produce.
En una explanada adyacente, el mercado semanal bulle con la actividad de las compras de productos artesanos: frutas, verduras, panes al horno de leña, miel, encurtidos, quesos, embutidos y hasta algún puesto de artículos básicos textiles. Hay algo de antropológico en el comportamiento animado de los clientes. Distantes de la seriedad que se observa en los supermercados de las ciudades, el acto de la compra está impregnado de alegría, como si también supusiera un acercamiento al trueque, al intercambio, al canje y que nos conectara con nuestra esencia más primigenia. Hay mucho de bondad en esa actividad comercial que nos muestra su lado más humano.
Dejando atrás el mercado, se nos abre el camino a una excursión de sendero poco accidentado, después de pasar un pequeño puente que sortea una canalización de aguas, de recia corriente, que conduce al río una vez sobrepasado el pueblo. En su encuentro, se generan unas turbulencias y saltos espumosos de una gran belleza y que nos provocan una mezcla de atracción y miedo. Quizás sea lo que nos suscita la naturaleza en su estado puro. La hermosura de lo salvaje que nos empequeñece y admira. El bello y sereno sendero que nos lleva siguiendo la orilla y viendo las aguas fugazmente, en los breves momentos que nos permiten los matorrales, invita al silencio y a recorrerlo disfrutando del cercano murmullo de las aguas en su curso apresurado. Finalizado ese tramo y después de atravesar de nuevo la canalización se nos abren los campos en los que el ganado pace a placer en los lindes marcados por el ganadero. De vez en cuando, alguna vaca se acerca a la alambrada y se queda observándote con una expresión que transmite la infinita paciencia de no esperar nada. El verde de los montes y el azul brillante del cielo salpicado por blancas nubes te presenta un horizonte que estimula su alcance. Siempre he pensado que el silencio es importante en estos paseos. No romper el que nos ofrece la naturaleza, solo alterado por el breve murmullo de su eco que nos habla desde nuestro interior. Más adelante los grandes hangares que contienen las enormes balas de alfalfa y que advierten y preparan el duro invierno de nieves que hay que prever. El sol luce y castiga desde lo alto y, de vez en cuando, te invita a retirarte el sombrero y empañar en el pañuelo el sudor que te va provocando el esfuerzo y que se va a incrementar en el leve repecho que ya se avista el fondo. Un campesino ha levantado la tajadera que permite el paso del agua por los límites del campo y que los riega por inundación. Esa agua aglutina un microcosmos de insectos que pululan en los arbustos.
Cuando doblas la ligera curva ya lo ves a lo lejos. Inmenso, vivo y majestuoso te espera como la gran promesa del sendero. Sus ramas y hojas se extienden cubriendo parte del campo y todo el camino.
Hola, le dices. Y acaricias el tronco con el amor y respeto que se concede a los grandes frutos de la naturaleza. La sombra benefactora es un regalo del que gozas agradecido. Y la mirada a sus tupidas ramas, entre las que se adivinan los incipientes frutos, no esconde la irremediable admiración al milagro de la naturaleza. Al milagro de la vida que se renueva. Esos minutos de descanso suponen el final placentero de tu objetivo y la sensación de plenitud. No puedes evitar una sonrisa entre feliz y obligada. Conversas con él y contigo en un lenguaje sin transcripción. El idioma etéreo del sentimiento.
Al cabo de un rato inicias el regreso. Lo dejas a la espalda y retomas el camino de retorno. En la mitad de la curva, vuelves la mirada y te despides. Pero él te dice que te espera, que vuelvas. Quizás sabe que, durante el invierno, en ocasiones, pienso en él. En el nogal. Mi nogal.
domingo, 18 de abril de 2021
IBIZA
Había pasado por él varias veces en mis paseos matutinos y no me había decidido a entrar. El exterior me dio la impresión de que permanecía inalterado, aunque los recuerdos engañan y son más fieles a las sensaciones que a la realidad. Los cristales opacos estaban dibujados por transparencias de palmeras que trataban de evocar la isla y su fachada redondeada se correspondía con esas edificaciones de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Unas grandes letras en la parte superior hacían muy visible el nombre del local: Ibiza.
Me decidí a entrar, sesenta años después. Era la cafetería donde mi padre solía tomar café antes de ir al trabajo y en la que yo, cuando le acompañaba de la mano, me tomaba un Schweppes de naranja, pues contenía unos hilillos que parecían producto de la fruta y que parecía más natural que el famoso Kas. Tenía un mostrador de madera color cerezo con los bordes terminados y superpuestos por unas juntas de latón que también cubrían la superficie marmórea sobre la que se depositaban las bebidas. En una de las esquinas, que daba salida a la barra, se turnaban dos señores con traje y corbata que se encargaban única y exclusivamente de la caja. Los camareros llevaban americanas blancas de algodón, cerradas hasta el cuello y en los hombros unas sencillas charreteras rojas. Mi padre, como cliente habitual, solía conversar brevemente con uno de los dueños que era muy aficionado al tenis, y alababa “la muñeca” de un tenista español que despuntaba llamado Manolo Santana. Recuerdo que un día, y recién salidos los primeros relojes sumergibles, un también asiduo cliente solicitó un vaso lleno de agua y sumergió su flamante Certina DS para demostrar a todos, orgulloso, la cualidad de su pieza. Junto a los ventanales, pequeños sofás de terciopelo rojo, como los asientos de los taburetes de la barra, acompañados de pequeñas mesas y un par de sillas. En un lateral, una sinfonola amenizaba de música el local y no dejaba de sonar la canción del verano que era “Juanita Banana”.
Como me temía, el interior había cambiado, aunque mantenía la misma estructura. Las paredes forradas con tablas de madera como las casas del Pirineo y el mostrador nuevo y con materiales actuales de cierta vulgaridad. Lo único que conservaba, y pintados en color granate, eran los paneles de escayola del techo que componían diferentes figuras y sobre los que colgaba la iluminación y unos pequeños focos encastrados. Quizás era lo mejor del actual local y lo único respetado del antiguo. Me pedí un café solo, ahora como mi padre, y observé al resto de los clientes que también había cambiado: en esencia ya no era una cafetería sino un bar corriente. No todo cambia a mejor, pensé.
En una esquina se encontraban un par de diarios y tomé uno de ellos. Me sentí extraño. Hace mucho tiempo que no leo prensa en papel y mi propia imagen me pareció tan antigua como el bar; pasé páginas con cierta celeridad y, por curiosidad, me detuve en el consabido horóscopo. Me resulta curioso que en estos tiempos todavía se consideren creíbles los vaticinios astrales. Busqué el mío y leí:
“Virgo: Reflexionar de vez en cuando no viene mal, sobre todo cuando se va demasiado deprisa. No estará de más que pienses sobre lo que realmente quieres de la vida, marca tus intereses y prioridades. Es un comienzo del algo importante.”
La verdad es que me quedé muy sorprendido. Aquello no era un vaticinio sino una propuesta de pensamiento cuasi filosófica. Y que esa propuesta cobraba mayor sentido por el lugar donde me encontraba, sesenta años después, y a punto de alcanzar los setenta. ¿Qué quiero ahora de la vida? ¿Cuáles son mis metas y objetivos?
Mi primera reflexión fue que la última vez que estuve en esa cafetería esas preguntas no existían. No había preguntas porque todo lo colmaba el hecho de vivir. La plenitud llenaba esas grietas que con el paso del tiempo se descubren. Las horas de la vida llegaban a ser intensas, eternas y casi densas; no existía la percepción del tiempo ni la certeza de su finitud. Tiempos en los que las horas quedan suspendidas como si su paso no contara; en los que las carencias no pesaban y los deseos, incluso los no alcanzados, no llegaban a doler. Tiempos físicos, de risas, de cantos, de sol, de lluvia, de frío, de calor y de paz. En los que la mano de tu padre te transmite toda la seguridad que necesitas y su compañía adulta te protege. El paso de los años te arroja de ese paraíso de la infancia.
Hoy, desde la atalaya del largo tiempo transcurrido, me pregunta el horóscopo lo que le pido a la vida y que marque mis intereses y prioridades. No, no haré algo tan prosaico como una lista de deseos ordinal. A la vida solo le pido más. Más vida. A partir del momento en el que, al mirar al pasado con cierta distancia, comprendes que debes buscar la paz, olvidar el polvo de camino y recordar con ternura los paisajes contemplados, descubres que no deseas sobresaltos. Que lo que quieres es un pacto y que el agujón de la muerte quede los más lejos posible. Que no necesitas tanto y que la felicidad, en este momento, queda intervenida por el pensamiento y la salud. Y que con pocas necesidades satisfechas esa paz es algo volitivo. Que lo que en su momento nos venía dado ahora es pura reflexión. Que cada segundo es un milagro y que todo puede girar sin saber donde parará la flecha. Por eso, cada mañana que amaneces a la luz es en sí un objetivo y un regalo. Que llame a tu puerta y le abras con una sonrisa.
La misma con la que le pedí al camarero la cuenta, recogí el cambio, me giré por un momento a contemplar el pasado y crucé el umbral al futuro.
Frente a mí, en el paso de peatones, el semáforo estaba en verde.
martes, 23 de marzo de 2021
El bacilo de Koch
Estaba muy delgado. Con una altura de uno con setenta y ocho centímetros apenas pesaba cincuenta y seis kilos. Hacía un par de meses que se había licenciado y terminado el servicio militar. Se había alistado voluntario, con dieciocho años, pues por problemas económicos familiares tenía que garantizarse no ser trasladado fuera de su ciudad y tener las tardes libres para trabajar. Por otra parte, no quería dejar de estudiar y se había inscrito libre en la carrera de Comercio. Libre, significaba que compraba los libros y sin ninguna tutoría ni asistencia a clase se presentaba en el mes de junio a los exámenes. Sus jornadas diarias se dividían entre ejército, trabajo, estudio y unas cuatro o cinco horas de descanso. El café, unos diez o doce, y un par de paquetes de tabaco - con alguna pastilla de algo que se llamaba Centramina- le ayudaban a soportar ese intenso ritmo.
Un día, a la noche, comenzó a toser y observó que los esputos estaban manchados levemente de sangre. No le dio más importancia pues pensó que alguna vena bronquial forzada era la causante. El maldito tabaco podía ser el culpable. A la mañana siguiente, al despertar, fue al baño y su expectoración contenía más sangre que se convirtió en casi un vómito. Se alarmó y se lo dijo a sus padres. Rápidamente se trasladaron a la Casa Grande -ese era el nombre con el que todo el mundo conocía al Hospital Miguel Servet- donde le realizaron todas las pruebas necesarias, aunque el estetoscopio y la radiografía ya daban un diagnóstico concluyente: hemoptisis provocada por múltiples infiltraciones pulmonares en ambos lóbulos superiores de etiología tuberculosa.
El impacto fue tremendo. Aunque hablamos de principio de los setenta, las resonancias de la enfermedad, tuberculosis, se asociaban a la pobreza, la desnutrición de los años de posguerra y al temor posible de contagio. Todavía una enfermedad maldita que exigía el aislamiento. Ese aislamiento, tenía como destino el Sanatorio Royo Villanova, hoy un hospital general, pero entonces conocido y referido con el tenebroso nombre de El Cascajo. Uno de los médicos, al verlo tan joven, desvalido y afectado le dijo: no te preocupes que lo superarás, pero tienes que hacer reposo y sobre todo comer mucho, aunque no tengas hambre, come mucho.
Una ambulancia los llevó directos al sanatorio a efectuar el ingreso. Las monjas se ocupaban de la mayor parte de las funciones de asistencia. Una de ellas los llevó a la cuarta planta en la que, en una sala grande, había diez camas, cinco frente a cinco, y unas taquillas con una mesilla. – A ver, dijo a todos, tenemos un nuevo compañero; y le llevó a su cama mientras hablaba con sus padres. Un enfermo, afectuoso, se le acercó y le señaló una especie de bandeja cóncava de metal. Esto es para los esputos por la noche, le dijo. Se quedó sentado y mirando al gran ventanal por el que se veían los campos. No te muevas de aquí que vamos a bajar a ingresos con Sor Esperanza, le dijeron sus padres.
Al cabo de poco tiempo, que se le hizo eterno, y sin moverse de la posición en que había quedado sentado en la cama, vinieron a buscarle y bajaron por las amplias escaleras hasta la planta baja. En ella y a lo largo de un ancho pasillo había unas habitaciones dedicadas a enfermos de pago. Se detuvieron ante el número quince. La monja abrió la puerta y vio una cama recién hecha, una mesilla, un armario de pared y una gran puerta acristalada que deba a una terraza, compartida con la habitación adyacente, en la que había una tumbona y una manta doblada. Le pareció la antesala del paraíso. Se desnudó, se puso el pijama y se metió a la cama. Necesitaba tanto esa intimidad, la protección de las paredes, que la soledad era su mejor compañía. Descansa, le dijeron sus padres, que mañana volveremos. Dos lágrimas descendieron lentamente por sus mejillas. A los pocos minutos de quedarse solo, se durmió.
A las ocho menos cuarto de la mañana siguiente apareció la monja con una jeringuilla en sus manos. Era la dosis inyectable de estreptomicina que recibiría todos los días, además de otras en polvo de isoniacida y etambutol. Enfrente tienes el baño y en la puerta contigua el comedor para el desayuno, le dijo la monja. Se puso la bata y pasó a un baño muy grande -antes eran así en los hospitales- y blanco de baldosas metro, se aseó y pasó al desayuno que se componía de un vaso de leche caliente, unas galletas y una pieza de fruta. Más adelante decidiría guardar la fruta para postre de un almuerzo importante que consistiría en un bocadillo variado, medio litro de zumo de naranja y la mencionada fruta. De ahí directo a la terraza a descansar. Sobre la una y media comería un primer plato de legumbres, pasta o guiso y un segundo que, normalmente era carne y un yogur. Y nuevamente descanso. Sobre la cinco y media venía su madre y merendaba doscientos gramos de jamón serrano en bocadillo, otro medio litro de zumo de naranja y un plátano. Y nuevamente a la terraza. Sobre las ocho y media o nueve llegaba la cena de verdura y algo de pescado. Muchos días, no podía más y sentía ganas de vomitar de tanto comer. Pero aquel médico joven le había dicho: come mucho y descansa.
Los días siguientes le proveyeron de tocadiscos, libros, revistas y transistor para hacer más amena la estancia. Allí conoció a un joven universitario, que compartió terraza unos días y que padecía de bronquiectasia. Con él descubrió a Patxi Andión y su inolvidable Samaritana, así como a Brel, Moustaki, Brassens, Paco Ibáñez, etc. A los pocos días le dieron el alta y su la habitación fue ocupada por un señor bastante mayor que siempre tenía frío y nunca hambre y que gozaba viendo la fruición con la que devoraba las meriendas.
Le habían dicho que tardaría unos tres meses en recuperarse – un engaño compasivo- y a sus padres que no se curaría antes de seis. Tuvo siempre como objetivo lo que a él le dijeron.
Los días fueron transcurriendo, con descanso, medicación y engorde – no se puede calificar de otra forma- y la visita permanente de su madre. Nadie más, al principio. El contagio era algo a evitar. Cada quince días, radiografías, planigrafías y análisis. Los segundos análisis, a los treinta días, ya daban resultado negativo en el bacilo de Koch causante de la enfermedad, lo que posibilitó la visita de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Pero, en cualquier forma, no era determinante. Lo que resultaba definitivo, era el cultivo, por medio de succión gástrica, que le realizaron algo más tarde, y que quince días después del cultivo probaba la ausencia de la enfermedad al dar negativo. Eso tenía como consecuencia que el resto de la estancia podía verse alternada con salidas del hospital durante el fin de semana. Se negó. Se había jurado que cuando saliera de allí sería para no volver más. Las visitas de familiares y amigos se fueron incrementando y le acompañaron en esa soledad protectora pero ya amable. Los progresos, casi increíbles, de su curación, la confortabilidad de la estancia, las visitas, la música y los libros la hicieron soportable. Desde su terraza, veía a los enfermos de las plantas superiores pasear por los jardines y muchos fumando, algo totalmente contraproducente y prohibido. Las monjas les reprendían por su falta de conciencia. Pero había internos de muchos tipos, clases sociales, desahuciados y terminales.
En esos días tomó conciencia de la enorme diferencia de su situación y la del resto de los enfermos. De ser uno más a ser alguien. Y que la diferencia la establecía el dinero, el pago. Y fue el privilegio lo que abrió su conciencia -afirmada con el tiempo- a lo social y público.
A los ochenta y nueve días -uno menos de su objetivo y del piadoso engaño- y un aumento de trece kilos de peso, recibió el alta. Ya podía abandonar el sanatorio. Recogió las últimas cosas, pues muchas ya se las habían llevado al conocer el alta inminente, se despidió de la monja que le había cuidado -Sor Esperanza- y recorrió por última vez el pasillo que conducía a la entrada. Antes de entrar en el taxi volvió la vista al edificio y se despidió para siempre. Nunca más volveré, se dijo.
Cincuenta años más tarde, el sanatorio había dejado de serlo. La enfermedad, prácticamente erradicada y el edificio convertido en un hospital de la red de atención médica de la ciudad.
Y tuvo que volver. Los campos de paseo de los enfermos se habían convertido en un gran aparcamiento; las terrazas, con el cambio de orientación apenas existían como tales, aunque creyó reconocer la suya. La entrada estaba igual. El mismo embaldosado de mármol, la misma escalera con el pasamanos de madera, las ventanas de aireación y el ajetreo de los profesionales de bata blanca. El pladur había compartimentado las grandes estancias y convertido en habitaciones y consultas lo que le había causado tan tremendo impacto. Y, sobre todo, el pálpito vital tenebroso y triste había desaparecido. Subió las escaleras acariciando el pasamanos como cuando iba a hacerse análisis y esperó en una especie de sala para hacer la visita a un enfermo.
Al cabo de un tiempo y realizada la visita descendió por las mismas escaleras, cruzó la entrada y bajó los peldaños que dejaban el edificio a su espalda y fue caminando. Tras unos cuantos pasos, se volvió a mirarlo. Ya no existía. Y una leve sonrisa le iluminó el rostro al verlo tan lejano. Tan lejano que rozaba el olvido.
martes, 16 de marzo de 2021
I.T.E.I.
Después de una pequeña cabezada de sueño reparador, había decidido dedicar un tiempo a leer. Abrí el libro y me dispuse a disfrutar de su lectura. La página era un bloque discontinuo de negro sobre blanco que, para mi sorpresa, me planteaba dificultades de interpretación. Incómodo, pensé que era producto de restos de adormecimiento del sueño reciente. Me restregé los ojos y volví al texto. La estructura completa de un párrafo me resultaba imposible de leer. Debía centrar mi total atención en una palabra y silabearla para leerla completa. Además, esa palabra se perdía entre una masa de texto y se me escapaba. Después, y también para mi sorpresa, venía una interpretación que se me hacía imposible. Con notable desconcierto, aparté la mirada del libro, recosté la cabeza en la parte superior del sillón, cerré los ojos y descansé unos breves segundos. Volví al libro y se repitieron tanto las dificultades de lectura como de interpretación. Hubiera podido decirse que, más que no poder leer, distinguía las letras, lentamente las unía y luego, con gran esfuerzo, daba significado a la palabra. Intentarlo con la frase entera me resultaba imposible. Me asusté. ¿Qué me estaba pasando? ¿Serían las malditas gafas cuya graduación para la presbicia ya no era suficiente? Pero no podía se esa la causa porque ver, veía con claridad. Lo que me planteaba dificultades era leer. Cerré el libro electrónico por si su brillante pantalla era la causa del problema y tomé un libro en papel. Todo seguía igual. Algo estaba ocurriendo en mi cerebro. Aspiré y exhalé con tranquilidad para evitar los nervios. Retomé al libro y me di cuenta de que necesitaba esa subvocalización y repetir mentalmente lo leído e interpretarlo. Pero la lectura automática, esa que se acerca a la fotográfica y que permite la interpretación rápida del texto, me resultaba imposible. Veía una palabra y tenía que profundizar en ella para repetirla mentalmente e interiorizar su significado. En definitiva, algo me ocurría que me impedía leer. Cerré el libro y desvié la mirada hacia nada para descansar. Por mi extraña actitud, ella me preguntó que si me ocurría algo. Entonces temí contestarle. Sentí interiormente que también tenía dificultades para arrancar a expresarme. Me ocurre algo extraño, pensé en contestarle. Pero de mi boca solo salió un…es que raro algo…leer. - ¿Pero ¿qué te pasa? – No sé, puedo leer no… Con enorme dificultad y de forma desordena y casi ininteligible le dije que tenía dificultades para leer y para expresarme. Pero me encontraba bien y, en todo caso, algo desconcertado. Volví a tomar el libro y se repitieron los síntomas, aunque, quizás, de forma más leve. Una mezcla de asombro y susto mientras el libro esperaba en mis manos. La luz se expandía y evitaba la concentración. Lo extraño era que me encontraba bien y no sentía ningún otro síntoma singular. Tampoco - en alguna ocasión me había sucedido-, ningún mareo o congestión. Solo que no podía leer y no me atrevía a hablar. En el brazo de mi sillón tenía mi iPod y los auriculares inalámbricos. Voy a comprobar si puedo comprender y no tengo dificultades con la música y sus letras, decidí. Elegí a Serrat, pleno de palabras poéticas y profundos significados. No tuve ninguna dificultad y apagué el dispositivo en un par de minutos. Ella, al observarme, insistió en su desconcierto: ¿me puedes decir qué te pasa? Tranquila, le contesté. Aprecié que mi voz sonaba algo gangosa y me reprimí de decir algo más. Además, al igual que leyendo, interiormente constataba la dificultad de encadenar frases. No sé…raro… leer no… no sé…hablar…pasa algo. Todo lo que decía resultaba ininteligible.
Voy a llamar a urgencias, me dijo. Espera, ahora lo hablamos. Pensé en que era la tarde del viernes y me asustó la posibilidad de ingreso con un fin de semana por delante. No, déjalo que ya estoy bien. No muy conforme ella aceptó. De pronto, los síntomas remitieron con la misma rapidez de su llegada. Pasé en perfecto estado el resto de la jornada e incluso retomé la lectura sin la menor dificultad. Al día siguiente y al comentarlo con un familiar sanitario me dijo que había hecho muy mal ya que estas cosas, que diagnosticó de carácter neurológico, son importantes de revisar de forma inmediata. Como iba a entrar de guardia ese sábado dijo que miraría a ver que neurólogo estaba disponible y si me podía atender de forma urgente. A las cuatro de la tarde comenzaron las pruebas iniciales de mover los ojos de un lado a otro, caminar con los ojos cerrados, contar los dedos del médico, mirar un dedo de un lado a otro, etc. Posteriormente análisis, doppler de carótida por si había estrechamiento arterial por colesterol, escáner cerebral, radiografías, etc.
Al final, y enseñándole una radiografía del cerebro me señalaron unos puntitos minúsculos y me dijeron que eran señales de microinfartos. Entre ellos había uno algo más grande que podía ser el causante de esa alteración que tanto me alarmó. Isquemia Transitoria de Etiología Indeterminada. A partir de ese momento, me recetaron de forma permanente medicación, tengo neurólogo que me visita cada seis meses y leo.
Abandonamos la clínica y fuimos andando hacia casa y, durante el camino, sorteando varias librerías. Al verlas sentí el escalofrío de su posible ausencia. Y me impresionó imaginar no volver a poder leer. Una angustia al recordar mi los estantes de mi librería y el placer íntimo que te proporcionan los libros. Eso me ha llevado a leer más y con más pasión, después de experimentar, aunque por unos minutos, vivir sin ellos.
miércoles, 3 de marzo de 2021
Tener, querer, saber.
Decía la escritora argentina Samanta Schewelin que la escritura encierra tres premisas: tener algo que contar, quererlo contar y saber hacerlo. Qué duda cabe de que la primera es universal; todo el mundo en su vida o en su mundo interior tiene algo que merece ser contado. La segunda, forma parte del mundo exclusivo del escritor. Esa imperiosa necesidad que le lleva a enfrentarse a la hoja en blanco ante la que la mayoría de los autores manifiestan terror, incluidos los de reconocido prestigio. Saberlo contar es privilegio o arte de una minoría a la que los lectores premian con el favor de su lectura y reconocimiento. A mí, partiendo de la base de que se trata de una afición y no de un oficio, me ocurre que cuando creo que tengo algo que contar y que puede ser de interés, lo abordo con verdadera fruición. Sin embargo, muestro una pereza creciente, hasta el punto del bloqueo, cuando no se me ocurre qué narrar y que yo, en primer lugar, tenga que enfrentarme a ese papel blanco que espera, sin indulgencia ni piedad, que lo rellene con relatos, emociones o ideas que no me surgen.
El pasado es un recurso inagotable de vivencias y hechos dignos de ser contados, y se convierte en subterfugio, vencida la pereza, cuando crees que el lector se sentirá interesado o, en el mejor de los casos, identificado, en pasajes de la vida de otro. Porque el pasado no solo contiene hechos a relatar, sino que contiene una constante fuente de imaginación. Nada de lo que recuerdas y compartes fue como lo escribes. El tiempo, estira, agranda, encoje, sublima o devalúa los recuerdos, a conveniencia del protagonista y narrador. Reinterpretas ese pasado con la mirada amable o crítica, al menos en mi caso, del presente.
Esta mañana, en mi paseo matutino por la orilla del Canal Imperial de Zaragoza, reflexionaba sobre este hecho de escribir observando los olmos, chopos, fresnos y álamos entre los que caminas por la margen más urbana, y viendo la majestuosidad de los pinares de Venecia al otro lado; los patos, las gaviotas patiamarillas y las palomas de agua, recorrían el canal, siempre en sentido contrario a la corriente, en busca del escaso alimento debido a la poca profundidad del cauce, por las cerradas compuertas en la parte inicial del recorrido. Las farolas isabelinas, se repetían equidistantes entre las barandillas protectoras que, en muchos tramos, resultaban invadidas por los juncos. En las pequeñas ramas, como recién podadas y a vista larga desnudas, de cerca nos ofrecen pequeños y hermosos brotes que anuncian la primavera y la renovación de la vida. Y las ganas de contar, de forma para mí inaudita, se han anticipado a mi convicción de tener algo que contar.
Abandonando el paseo del canal y llegando al parque grande he vuelto a ver los jardines de La Rosaleda y los bancos de hierro en los que comenzaron los primeros escarceos amorosos de la infancia. El juego de la cerilla, encendida ante la excitación de todos y que los chicos nos pasábamos de mano en mano, -las chicas eran sujetos receptores y pasivos del juego, aunque con la misma emoción- hasta que a uno se le apagaba o no podía pasarla pues el fuego llegaba a quemarte los dedos. Él era el privilegiado que podía escoger a qué chica besar en los labios, poco más que un tímido roce pero que colmaba todo el deseo. Las chicas, con risas nerviosas, esperaban a que se le apagara a quién ellas querían y con él de la mano – este hecho suponía el acto máximo de afirmación amorosa- salir de entre los árboles hacía la parada del tranvía. Y frío, mucho frío que solo era combatido por el deseo del principio de la adolescencia.
Eran años de frío y miedo. Un frío que, aunque sentado a la lumbre de la mesa camilla, lo inundaba todo. Era el frío mezquino del franquismo, que calaba el alma y que se había afianzado haciendo agobiante y sin esperanza el sueño de libertad de sus oponentes. Frío cruzando el río, en el colegio, en la iglesia, en la cama, en las relaciones y en los silencios. El frío que nos hizo pasar de la infancia a la madurez sin la gozosa transición invadida por el miedo, por el pecado. Frío y miedo y pecado que nos robaron los momentos más creadores de la vida, en los que se desencadenan los cimientos del futuro, del mañana.
Creo que el verano era la única resistencia inevitable. La alegría de la luz, de la poca ropa, del descuido esperado, de las piscinas, de los bañadores, de los juegos al atardecer, de las manos ansiosas y que comenzaban a culminar deseos. Naturaleza del verano que estalla y que atiende a la vida sin preguntas y en la que los hechos carecen de finalidad ni son pensados. Solo instinto y sentimientos. Todavía no sabemos ni somos conscientes de qué seremos, cuál será nuestro papel en el mundo, pero afirmamos lo que somos con ferocidad insaciable. Una mirada única, que no se acomoda, que penetra en lo íntimo y que es irrepetible porque todo está por descubrir.
Por eso, en el atardecer de mi vida, y al descubrir esos pequeños brotes en los árboles, renazco en cada una de las ilusiones y gozos de los que después de mí han tenido la fortuna de no sentir frío.
viernes, 12 de febrero de 2021
Etéreo y físico
Eduardo Chillida
Le resultaba una necesidad física y mental recorrer, en ida y vuelta, los cuatro kilómetros de la bahía y observar, en esa hora temprana, la compactación que había dejado en la arena la bajamar, solo profanada por algún caminante como él, pero que había decidido no hacerlo por el paseo marítimo. Esa hora justa de camino, aspirando los aromas del mar y escuchando el sonido que originaba el movimiento de las olas, y la belleza del golpe espumoso en la orilla, le contagiaba un equilibrio entre la serenidad y el estímulo. Henchido de gozo y cautivado por el sentimiento, se dirigió a su estudio para, después de un frugal desayuno, comenzar su jornada de trabajo que siempre iniciaba escuchando música durante media hora antes de volcarse con su pasión y oficio: convertir lo etéreo en algo físico. Levantó la tapa de giradiscos, lo encendió, y pulsó el botón que hacía que el vinilo girara a la velocidad adecuada para escuchar la música en toda su sonoridad y pureza. El tercer movimiento de la primera sinfonía de Malher le penetró en lo más profundo de su ser hasta causarle una intensa emoción.
¿Cómo trasladar ese sentimiento, cómo atraparlo, cómo darle forma y convertirlo en un objeto físico y evocador? – se preguntó.
Miró hacia el enorme bloque de alabastro y recordó su niñez en la que ya jugaba con plastilina para dar forma y réplica a objetos que llamaban su atención. Cortó un trozo del rollo del papel kraf y tomó uno de sus lápices favoritos de Faber Castell, elaborado con madera del Líbano y con un grafito de ductilidad media. Dedicó el resto de su jornada de trabajo a la realización de múltiples dibujos basados en la memoria musical que había quedado prendida en su cerebro. Se negaba a sí mismo a reproducir nuevamente la música y que fuera su recuerdo y el impacto emocional el que guiara sus dedos hacia otra forma de expresión fiel y nueva. Extendió sobre el suelo los bocetos de papel y los observó detenidamente como las notas en un pentagrama.
Embriagado todavía por los acordes de esa música tradicional germánica, con mezclas judías y música popular de Bohemia, y la amalgama de resonancias que la hacen cosmopolita y universal, tomó el cincel plano de medio grosor y con la maza de metal comenzó a golpear las capas superfluas de calcita rugosa, hasta hacerse visibles las partes translúcidas características de este hermosa y antigua variedad de sulfato de calcio. La profundidad y dimensión de lo que pretendía le obligó a tomar la sierra eléctrica y, con el esmero que precisaba el material, dejar al descubierto una espaciosa superficie plana sobre la que componer su sinfonía en piedra. Extendió sobre la manta doblada los cinceles, gradinas, uñetas, mediacañas, punteros, martinillas y escafiladores en perfecto orden para su uso y contemplación. Precisaba esa perfecta disposición de elementos antes de comenzar cualquier trabajo. Decidió dejarlos reposar y volver a escuchar la sinfonía a la vista de todos los materiales y herramientas con los que trataría de aprehenderla, antes de concederse el resto del día para reflexionar sobre el reto que tanto le apasionaba.
A la mañana siguiente retomó su rutina del paseo marítimo. Pero en esta ocasión sentía una cierta ansiedad, y solo la conciencia de las bondades que le proporcionaba ese andar y respirar le hizo concluirlo. Marchó hacia el estudio y a medio camino tomó un desayuno simple de café y un bollo suizo. Al llegar, presuroso, se quitó parte de su ropa y se cubrió con el mono de trabajo. Encendió el giradiscos y sintiéndose vestido como un director de orquesta, inundó sus sentidos con las notas de Malher en la versión que más le gustaba que era la de Christoph Eschenbach con la Orquesta de Filadelfia.
Al finalizar la escucha, y con el pálpito de emoción invadiendo la estancia, tomó el martillo compresor y comenzó, siguiendo los dibujos como notas musicales, a esculpir en el hermoso material las aristas, curvas, bloques, alturas, caminos, desniveles que lentamente iban eliminando de la piedra todo lo ajeno a su intención de destacar espacios como acordes musicales. Al cabo de un par de horas ya disponía de la forma, en bruto, que había decidido respondía a su inquietud. Como en una orquesta, sentía las cuerdas, la percusión, los vientos y los metales. Solo quedaba ajustar, equilibrar y pulir las formas, para obtener la exigencia de conjunto, imprescindible en música, y que él quería plasmar en la piedra. El delicado trabajo con la pulidora era de los más lentos pero satisfactorios, ya que iba mostrando los resultados finales conforme los diferentes accesorios se deslizaban sobre la ruda superficie. Iluminaban la pieza como en los momentos más sublimes e intensos del sonido de una orquesta. Aspiraba con frecuencia el polvo de calcita para que no escapara ningún recodo, esquina o canto a la perfección que ansiaba.
Sobre mediodía había concluido su trabajo. La luz que filtraba la claraboya resaltaba la belleza translúcida de la superficie escultórica ofreciendo matices inesperados. Giró la rueda que nivelaba la altura de la mesa soporte e inclinó hacia sí el bloque entero para lograr la disposición visual correcta para su completa apreciación.
- Convertir lo etéreo en físico. Imposible. Pero me he acercado, se dijo.
Al día siguiente y continuando su rutina después del paseo matutino, se sentó en el estudio para su momento musical. Se emocionó con la cadenza del tercer concierto de Beethoven.
Creo que esta pieza requiere trabajarla en metal, pensó.
jueves, 28 de enero de 2021
Underwood
La clásica máquina de escribir Underwood reposaba sobre el ángulo superior izquierdo de la mesa de nogal cuya superficie estaba protegida de los golpes por un grueso cristal. El recio tapete de gamuza verde sobre el que se apoyaba facilitaba su deslizamiento hasta colocarla de frente para iniciar la escritura. Antes que nada, comprobó, con un papel inservible, el desgaste de la cinta pues deseaba que el texto resultara nítido y limpio. Decidió que había que cambiarla. Levantó la palanca que sujetaba los dos rollos divididos en los dos colores típicos; en la parte superior el negro y en la inferior el rojo. Un dispositivo en el teclado, levantaba el apoyo de la cinta y hacía que las varillas con la letra tipo correspondiente golpeasen sobre el rojo. De no hacerlo así, y por defecto, la escritura era negra. Esa distinción de colores tenía su origen en los textos de contabilidad y respondían a los conceptos contables del debe y el haber. Si se trataba de un negocio, era bueno que la parte roja de la cinta se utilizara lo menos posible. También, otro dispositivo modificaba su posición para facilitar la impresión de las mayúsculas. Las varillas tipográficas, se hallaban dispuestas en forma semicircular, de modo que los tipos siempre golpearan el centro de la máquina. La cinta y el papel se desplazaban a cada impacto, de izquierda a derecha, hasta llegar a un punto en el que un leve sonido, similar a un tilín, señalaba la proximidad del final y, por tanto, avisaba para no descomponer las sílabas de la palabra. Abrió el segundo cajón de la derecha de la mesa de despacho y tomó un recambio de cintas Korex, con cuidado para evitar mancharse, y colocó ambos rollos en la posición adecuada; el que estaba completo en la izquierda y en la derecha el que habría de recibir el resto de la cinta utilizada. Con cuidado, insertó la cinta en la cuadrícula central que recibiría el imparto de la varilla y la sujetó con las pequeñas pestañas que aseguraban su correcta disposición. Ya estaba la máquina dispuesta y en perfecto estado para su uso. Tomó el primer folio y lo sobrepuso sobre una hoja de calco y sobre otra de papel cebolla. Le gustaba tener una copia en ese papel casi translúcido por si debía enviarlo o mostrar a alguien mientras se reservaba el original. Los ajustó con la máxima precisión manual y los acopló al carro, haciéndolo girar sobre el rodillo con la rueda lateral, hasta que apareció ante su vista el inicio de la página. Presionó la tecla de carro libre para ajustar definitivamente el encuadre del papel, que quedó sujeto con la varilla horizontal que aseguraba y permitía su movimiento por medio de los pequeños rodillos giratorios. Se acomodó en el sillón de madera, apoyó los brazos y miró a la máquina. Había decidido escribir una novela negra breve, basada en una historia que le habían contado. Tomó un cigarrillo de su paquete de Chesterfield y lo golpeó con suavidad sobre el cristal de la mesa con objeto de prensar el tabaco por la parte que iría a sus labios. Lo encendió con su mechero Dupont, y disfrutó con el clic que hacía a cerrarlo, sonido que era particular y propio de esa marca de encendedores. Siempre le habían gustado los elementos mecánicos. Además de los sonidos que emitían al utilizarlos -para él eran música- admiraba la enorme creatividad que los sustentaban. Conjuntamente con el ingenio y su utilidad, todos contenían una gran belleza estética La simple máquina de escribir, sobre la que el humo del cigarrillo se esparcía como una pequeña nube, le parecía un prodigio. Sabía que habían aparecido las eléctricas, que automatizaban y hacían innecesarios muchos de los movimientos y gestos a los que obligaba la suya. Pero era precisamente eso lo que le encantaba. El gesto y movimiento provocado por su mano y decisión. Incluso la manualidad de la corrección, era hermosa. Aspiró de nuevo su cigarrillo y lo depositó sobre el cenicero que, al final de la jornada, quedaría repleto.
-Cuando abrió la puerta del ascensor la encontró en posición deforme y en medio de un charco de sangre…, comenzó.
Y continuó el traqueteo de la máquina, cuyas teclas había que presionar con una cierta fuerza. Un continuo frenesí de sonidos y movimientos se estableció en la estancia entre los giros del carro, la palanca de rotación, el final de página y la tecla de retroceso, que establecía un paréntesis para, con una tira correctora, dejar en blanco un error de escritura y volver a escribir en superposición. Se convertía en un momento de pausa que aprovechaba para, de nuevo, aspirar en humo del cigarrillo que esperaba algo consumido y mustio en la parte que apoyaba sobre el cristal. Estaba inspirado, y las páginas y la repetición mecánica se iban sucediendo a notable velocidad; en un lado las páginas originales, con su numeración en la parte superior, y en el otro las copias en papel cebolla.
Decidió el final del primer capítulo y deslizó sus dedos hacia el reloj de bolsillo. Ya estaba en desuso y casi todo el mundo lo llevaba de pulsera; pero a él, con su gusto por los mecanismos, le encantaba abrir con presión el muelle, que también servía de manecilla, y que se abriera mostrando la hora. Sentía que más que a la hora se abría al tiempo. Vio que pasaba del mediodía y lo cerró con el suave sonido de ajuste, lo devolvió al bolsillo y observó, sobresaliendo, la plateada leontina.
Devolvió la máquina de escribir a su lugar, y contempló los dos pequeños bloques de cuartillas ya escritas. Cruzó sus manos por detrás de la cabeza y estiró el cuerpo satisfecho. Había escrito casi sin parar y eso no era frecuente.
-Mañana, antes de retomar el trabajo, repasaré lo escrito, se dijo.
Al día siguiente, tal y como acostumbraba, acudió a su estudio a las ocho en punto. Nada más insertar la llave observó que giraba con facilidad y que al instante cedía el resbalón sin necesidad de dar ninguna vuelta. Con desconcierto y preocupación vio que en la consola lateral habían desaparecido las dos figuras de cristal de Murano que tanto apreciaba. Abrió la puerta del estudio y contempló el desastre; el archivador con los cajones abiertos y vaciados, papeles y notas por el suelo, libros, detalles decorativos, marcos de fotos y del secreter antiguo de persiana había desaparecido su valiosa colección de plumas de émbolo de tinta.
Al mirar su mesa al fondo notó su ausencia. Las cuatro marcas circulares sobre el tapete de fieltro le anunciaban su pérdida. Los folios escritos y los de papel cebolla se mezclaban esparcidos en total desorden. Ante sus ojos se mostró la última página escrita el día anterior y cuya palabra final era…ladrones.
martes, 19 de enero de 2021
Monólogo interior.
Ya sabía que estas navidades me pasarían factura. Se ha empeñado en que me subiera a la báscula y le he dicho que no hacía falta. Estoy al tanto de mi físico y de los casi cuatro kilos de exceso. Sin obsesiones, pero quizás debido a lo presumido que soy, procuro controlar mi peso y, en la medida de lo posible, mi aspecto. Además, hoy, y después del cocido completo de ayer que devoré con glotonería, me encuentro algo pesado y siento que la ropa me ajusta más de lo debido. Por eso no necesito la báscula. Sé que me va a decir que son ochenta y dos kilos. Me equivoco en 100 gramos de menos y decido ponerle solución. Ese peso sobrante, afecta directamente a la ropa que me compro, entalladita y que no admite ninguna alteración notable. Por eso, últimamente llevo jersey de cisne y polos; porque es punto y no molesta. Pero entrando en primavera tendré que acudir a las camisas y americanas que protestarán acentuando lorzas en la cintura y apreturas de cuello. En esta edad mía, los excesos de peso se acumulan en los sitios más indeseables: la cintura y el cuello. Y no estoy dispuesto a renovar mi vestuario. Tanto por el dinero que vale como por lo que me gusta. Siempre he concedido a la ropa un valor mayor que el de uso y me agrada apreciarlo. En fin, que esta noche tomo cartas en el asunto. Una ensalada de endivias (diecisiete calorías) con un poco de aceite rico, dos huevos pasados por agua (ciento treinta calorías) y una manzana. Y a ver una serie sin comer pipas que son una bomba calórica. El primer kilo cae en cuatro días, pero el resto, y siendo riguroso, un mes. Ya tengo trabajo. Paso por una tienda llamada “La Natural” y compro unos yogures griegos que me gustan mucho y escasamente calóricos.
Tomo animado mis auriculares y decido escuchar las variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach interpretadas por Glenn Gould. Echo mano al bolsillo y cojo mi iPod clasic de 16Gb. Y acude a mi mente el recuerdo de este primer aparato Mac que cayó en mis manos y que, con la mayor ilusión del mundo, me regalaron mis hijos en una Navidad. Habían tenido muchas dudas pues, hasta ese momento, apenas había utilizado la informática con fines lúdicos, culturales o formativos.
- ¿Le gustará?, ¿Lo usará?, se preguntaron acerca de un regalo que les había costado su buen dinero y esfuerzo.
Abrí el paquete y me maravilló la perfección tanto del envase como del objeto que allí se encontraba; era la sencillez como máxima expresión de elegancia, y nada más tenerlo en mis manos tuve la sensación de que aquello, a pesar de los millones de unidades vendidas, me trasladaba la emoción de un ejemplar único.
- Papá, a ti este aparato te encantará, me dijeron.,
Todo lo que pensaban se corroboró con su uso. Me descubrió un sinfín de posibilidades en el mundo de la música –una de mis debilidades- y que me ha aportado momentos de inmensa felicidad. Toda mi discografía dentro de ese maravilloso aparato, con un nivel de calidad y facilidad de manejo que hizo que, desde el primer momento, lo utilizara permanentemente. El conocimiento de la biblioteca de iTunes y la posibilidad de adquirir discos y temas de forma independiente, en muchos casos descatalogados, me facilitó un abanico de opciones de las que sigo disfrutando. Las mañanas de primavera en mi terraza, tumbado en la hamaca al sol y escuchando íntimamente “mi música” en “mi iPod” se convirtieron, desde entonces, en uno de mis momentos más plenos y satisfactorios.
No puedo evitar la caricia cuando lo tengo en mis manos. Su superficie nacarada con el circulo sensible al suave tacto, la pantalla rectangular en la que se pueden ver vídeos, sus cantos redondeados, componen una pieza que combina utilidad, perfección y belleza y consigue que el usuario la sienta como algo propio y digno de ser estimado. Sin dudar de los aspectos afectivos que rodean a “mi iPod”, si desgraciadamente lo perdiera, otro exactamente igual, no sería lo mismo. En eso consisten los sueños que pueden materializarse.
Ensoñación me suscitan los diálogos de Haruki Murakami con el director de orquesta Seiji Ozawa en el libro Música, solo música. Un derroche de sensibilidad para cualquiera y en especial a los que como yo somos neófitos. Qué destreza se precisa para causar una atención que te arrastra inevitablemente a lo largo de sus páginas. Qué admiración ante dos genios del arte que te hacer sentir que todas las cosas rutinarias carecen del menor interés cuando sienten algo por encima de todo. No sé la intención del libro, ni si obtendré más placer que esa admiración pura. Pero creo que más allá de la comprensión tiene la virtud de despertar mi interés. Sigo pensando que la música clásica es una de mis tantas asignaturas pendientes.
Paso por un restaurante pakistaní y reflexiono sobre cómo han cambiado los hábitos alimenticios (parece que el tema se me ha quedado en una fijación). Recuerdo que en mis años jóvenes sólo había un restaurante chino para comer el rollito primavera, el arroz tres delicias y la carne con soja y pimientos. Luego, de postre, y dependiendo del grado de sofisticación, tomabas unos lichis. Hoy, observo a mis hijos y a sus amigos y comen sashimi, sushi, makis, gyozas, niguiri, uramaki (todos japoneses) o bien ceviches peruanos o falafel, hummos y pan de pita, sirios. Y muchas más cosas ajenas a mis hábitos. La verdad es que las que he probado y no están nada mal. Cosas de la globalización.
Pienso en cuando mi hija se traslade, dentro de un mes, a una población costera de Barcelona. Desde la terraza de su ático contemplaré el mar, escucharé música en mi iPod y tomaré mi cervecita fresca con unas aceitunas. Pocas, porque tienen muchas calorías. Cerraré los ojos, sentiré los rayos del sol y me dejaré llevar por el placer….
viernes, 18 de diciembre de 2020
Sus labores
(Este texto corresponde al ejercicio literario "flujo de banalidades)
Pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Lo advirtió por la vibración en su muñeca del “smartwatch” que le habían regalado recientemente y que sincronizaba con el “smartphone” proporcionándole una cantidad de información que le parecía de utilidad. Kilómetros caminados, calorías consumidas, calidad del sueño y tiempos e intensidad de sus diferentes fases, variaciones del oxígeno en sangre durante el descanso y, además, muchos de los informes que contenía su móvil. Al comprobar que era un número con prefijo de Irlanda, dejó que sonara y no contestó, pues sabía que era una de esas llamadas en las que tratan de venderte algo que no deseas ni te interesa y que tienen la oportunidad de hacerlo en el momento más inadecuado. Estaba con su Dyson sin cables, últimamente adquirido, y que le había incorporado cómodamente a las faenas del hogar. Ya no tenía que arrastrar esa máquina entubada y con un cable de considerable largura y tener la precaución de que en los giros no golpeara todas las esquinas de la casa. Este nuevo aparato facilitaba mucho esa labor y la hacía, si no grata, al menos soportable. Los distintos accesorios de que constaba permitían el acceso a todos los rincones sin mayor esfuerzo y había quedado atrás ese dolor de riñones que siempre acompañaba a la finalización de la tarea. La llamada le sorprendió en el pasillo, quizás la zona más fácil de realizar debido a su falta de muebles, objetos y recovecos y a punto de entrar en el salón.
Movió el macetero alto y de finas patas de madera de Valentí y luego el grande, con su hermosa planta, y cambió al accesorio tubular con su cepillo para hurgar en las esquinas y dejarlo todo limpio. Lo mismo hizo, con sumo cuidado, con la pareja de altavoces encastrados en una estantería de obra y de los que tan orgulloso se sentía. Eran dos Polkaudio, de siete vías y de gran potencia, que proporcionaban a cualquier volumen una calidad de sonido excepcional. El cableado era una banda ancha de dos centímetros, con sus vías derecha e izquierda, que se conectaban al amplificador, junto a otro cable redondo que comunicaba entre sí ambos bafles.
Cuando termine la faena, me relajaré y pondré a Michel Camilo y Tomatito, deseó.
Debajo del televisor tenía las figuras de tres guepardos de porcelana que los miraban de frente mientras veían una película. Uno era grande y los otros dos más pequeños y desiguales. Como una familia de tres miembros a la que habían bautizado como Simba y sus crías. Había que desplazarlos, pues se encontraban sobre una pequeña alfombra tunecina que había que retirar para su limpieza con el accesorio rascador. Volvió a notar la vibración en su muñeca y, al comprobar de nuevo el número, directamente colgó. Cambió el accesorio del aspirador por el de parqué y trasladó sin dificultad la mesa de centro gracias a las cuatro ruedas situadas en sus ángulos; ni movió el sofá ni el gran sillón que había hecho suyo y en cuyos brazos reposaban sus libros, sus mandos a distancia y su móvil. Eso para el próximo día, pensó. Continuó con los bajos de la mesa comedor y las sillas y debajo del otro mueble de almacenamiento. Paró el motor del aspirador y con un paño suave limpió la parte superior de los seis cuadros colgados encima de ese mueble y después de los cuatro que estaban encima del sofá. El dormitorio resultaba fácil, pues una vez desplazadas las mesillas el resto resultaba diáfano. Cambió de dispositivo para el baño, apropiado para el suelo era de cerámica granulosa. Cayó en la cuenta de que no había pasado por la habitación de invitados -en realidad la de sus hijos- y se dirigió a ella para el concluir el trabajo. Colocó el aspirador en su fuente de alimentación y observó, a través del depósito trasparente la cantidad de polvo acumulada. Parece mentira, se dijo, y parecía que estaba todo limpio.
Llenó a mitad el cubo de la fregona, depositó un tapón de detergente y lo pasó por el baño común y luego por el del dormitorio. Tiró el agua al inodoro después de aclarar y escurrir bien la fregona.
Por hoy, he concluido, pensó. Ahora escucharé un poco de música.
Cambió de opción y de dispositivo y no puso la que había pensado. Miró hacia su giradiscos Sony que parecía reclamar su atención. Formaba parte de esos objetos íntimos y amados. Un aparato profesional, con un error de un tercio de treinta y tres revoluciones por minuto y un peso de aguja, también, de un tercio de gramo. Tomó entre sus manos el último disco de Carla Bruni que contenía, entre sus siete temas, una cortesía en español. Mientras escucha “Le petit guepard” y miraba a los suyos, sonó de nuevo el teléfono. Con la calma que a veces conlleva la irritación, colgó, clicó el icono de información del número, hizo descender la pantalla y pulsó la opción bloquear número. El tema de la Bruni había finalizado y comenzaban los acordes de “Porqué te vas”.
jueves, 10 de diciembre de 2020
El Hotel donde olvidé mis pantalones
Durante mucho tiempo no dejé de viajar a Andalucía, al menos dos veces al año, al punto de que se me hizo casi imprescindible ese cambio cultural y geográfico. Bien en dirección a Málaga o Sevilla habiendo, en ocasiones como esta, destinos intermedios. Casi siempre madrugaba mucho para estar disponible para el trabajo por la tarde, al encontrarme, en el hotel o la tienda de algún cliente, con el representante en la zona. En esa ocasión salí a mediodía con objeto de llegar con tranquilidad a dormir y comenzar la siguiente jornada a la hora del desayuno en la que me había citado con mi agente. Siempre tuve la sensación de que de Zaragoza a Madrid estaba de viaje -físicamente es obvio- pues el trayecto no me proporcionaba ninguna motivación ni sensación especial. Tomar la autovía A2 e ir pasando por las diversas poblaciones, solo percibidas por el cartel anunciador en las diferentes salidas y, en algunos casos, observarlas de lejos, producía escasas emociones; Calatayud, Santa María de Huerta, Medinaceli, Guadalajara, y el desvío por la radial dos en dirección a la autopista A4, es un trayecto cuyo único encanto reside en la música que te acompaña en el coche. Al menos yo, nunca le encontré otro.
Una vez que te dejas caer al sur, ya atravesado Madrid, mi sensación era la de viajero. El trayecto largo por Aranjuez, Ocaña, Manzanares, Valdepeñas, en definitiva, por las llanuras de Castilla la Mancha, tenían algo de descubrimiento, de reminiscencias del pasado con sus molinos y Ventas, de próximo y ajeno a un tiempo. Las casas se aplanaban, distanciaban y disminuía el tráfico. Estabas en un viaje de extenso recorrido, pero con una mirada grata, descansada y apacible. Y, además, con la conciencia de que pronto se produciría esa emoción que siempre sentía al poco de recorrer las angostas curvas de Despeñaperros y acceder a Las Navas de Tolosa, La Corolina y Bailén, allí donde el General Castaños -aguerrido, valiente y humilde, como buen español- aceptó la espada que le ofreció el Mariscal Lefèvre, -vencedora en cien batallas- como nos contaba la épica Historia de España de mi infancia.
Algo sucedía en mi ánimo al encontrarme en esos campos de Jaén, con sus tierras rojizas, sus elegantes olivos, su silencio y el sol aplanador que suspendía el tiempo. Un retorno a la placidez y serenidad de la niñez, a la vida enamorada y a una seguridad solitaria. Abandonaba el norte y me recibía el sur en un abrazo ausente. Disminuía la velocidad para disfrutar, gozoso, de ese trayecto que, contrariamente a lo habitual, deseas que se haga más largo. A ver si al regreso tengo ocasión de comprar un paté de perdiz en la Venta de Bailén, me decía.
Con toda la calma, al poco tiempo llegaba a mi destino: la ciudad de Linares, famosa, entre otras muchas cosas, por los campeonatos del mundo de ajedrez que, a lo largo de los años, allí se han celebrado. Tenía una reserva en el hotel Aníbal, perdido en mi memoria después de tantos años de viajes y hoteles. Los adelantos actuales, con las aplicaciones de viajes, te dirigen hasta la misma puerta de tu destino. Aparqué en una explanada reservada a clientes y con mi maleta y mi funda de trajes me dirigí a la recepción. Después de hacer el registro y asignarme la habitación subí para instalarme. Ya en el ascensor tuve una extraña sensación de recuerdo a la que no di más importancia. ¡Cuántos ascensores de hoteles habré subido en mi vida! Abrí, con una de esas llaves pesadas, grandes y planas terminadas en una bola, la puerta de la habitación y dejé mi maleta sobre el mueble para ese uso destinado y la funda con mis trajes sobre la cama. Al mirar a la ventana y ver las ramas de los árboles y sus hojas sobre la forja del balcón, tuve la certeza de que allí había estado. Pero no recordaba ni el aparcamiento, ni la entrada, ni la recepción. Bueno, voy a organizarme, me dije. Y al abrir el armario, con sus desiguales perchas vacías, los vi. Mis pantalones de algodón gris marengo y finas rayas diplomáticas vinieron a mi memoria y llenaron una pérdida. Aquí, seguro que aquí, olvidé esos pantalones.
Una vez instalado, bajé a recepción y pregunté:
- Disculpe, ¿el hotel ha hecho alguna reforma reciente?
- Claro, señor, hace un par de años. La mayor parte de las habitaciones no se han modificado pero la recepción sí; estaba justo en la parte contraria.
- ¿Y no tenían una sala homenaje con las fotos de todos los campeones de ajedrez que por aquí habían pasado?
- Se mantiene igual, señor. Si sigue el pasillo, el tercer salón se llama Ajedrez. Solo hemos cambiado la entrada de norte a sur.
- Gracias, muy amable.
Me dirigí al salón y contemplé la habitación con todos los cuadros y las fotos, casi todas con un ajedrez y un rostro.
Por una de las ventanas se veía la explanada de la plaza en la que una noche, esperando, vi llover a cántaros. Era este el Hotel. El hotel en el que olvidé mis pantalones.
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