lunes, 18 de marzo de 2019

El Padre Pedro




Esta mañana de un precioso día soleado y después de un largo paseo y de visitar el rastro de la plaza San Bruno, en el regreso a casa he pasado por la Iglesia de la Escuelas Pías y he visto a mucha gente saliendo, no sé exactamente el motivo, con unas macetitas y comiendo una especie de mantecado. Y he sentido el impulso de entrar después de más de 55 años. Debo decir que es la Iglesia principal de mi colegio y la de las grandes celebraciones y también aquella en la durante años hice de monaguillo y celebraba los primeros viernes de mes la confesión general e hice mi primera comunión. Mi agnosticismo militante ha cedido ante la tentación del recuerdo. Recuerdo que, como todos, queda empequeñecido en el presente casi tanto como mi tamaño a esas tempranas edades. Observando el altar mayor, y la entrada lateral a la sacristía en la que tantas veces ayudé al cura a vestirse, vi que habían desaparecido los confesionarios entre las capillas laterales -no sé si esto es ya algo general- y al recorrerlas una a una, le he visto. Sobre una plataforma plena de flores, se encontraba un marco con su retrato de expresión bondadosa y de dibujo casi fotográfico. Era el Padre Pedro. El cura que me enseñó a leer. Infantil -equivalente al párvulos actual- que era el primer curso y aproximación a la enseñanza y que quedaba exclusivamente en sus manos. He hablado en alguna ocasión de la brutalidad y maltrato que practicaban los curas del Colegio de los Escolapios donde hice mis estudios hasta el bachiller; no podría exonerar a ninguno de los que conocí y los más benevolente sería establecer una clasificación del más salvaje al más tolerante. Pero el retorcido castigo físico, la humillación, el daño y la arbitrariedad, eran la constante. El Padre Pedro nunca fue así. Jamás le vi más que simular un cachete a algún pequeño. Su clase, era una especie de guardería en la que la misión principal era que los niños saliéramos sabiendo leer y escribir. Su paciencia y su bondad hacían impensable lo que vendría en los años siguientes. La eme con la a, ¡maaaaa!, gritábamos. La eme con la e, ¡meeee!, la eme con la i, ¡miiii!, todos a una; cuando escribías el dictado de la pizarra, venía a corregirte con la goma de borrar y el lápiz, la letra que había escapado de los márgenes señalados. Te atendía si te encontrabas mal -no soportaba el lloro de un niño- y si era necesario casi te limpiaba las cacas que a más de uno se le escaparon. El padre Pedro, corrobora mi teoría de que en los momentos más tenebrosos y en los entornos más miserables hay gente que no renuncia a la bondad de sentimientos. Creo que, en la actualidad, está en proceso de canonización. Me interesa poco ese reconocimiento confesional que siempre estará por debajo de mi recuerdo. En una mesita lateral, se encontraban unas fotos para que todo el mundo pudiera llevarse una. La he tomado y he pensado llevarla como separador de las hojas de mis libros. El Padre Pedro. El cura que me enseñó a leer.

domingo, 17 de marzo de 2019

Impacto visual




Pocos profesionales del mundo textil en España saben tanto como yo. Creo que estoy entre el cinco por ciento que más sabe. Seguro que muchos, al leer estas afirmaciones, pensarán que me ha dado un ataque de pedantería o vanidad. Si tienen un poco de paciencia y continúan la lectura verán que no es así. Comencé mi andadura en un comercio de élite como dependiente y luego como encargado adquiriendo conocimientos de venta al detall. Posteriormente me inicié como comercial en una industria vendiendo a las tiendas. Mi posterior paso por la dirección de ventas me posibilitó adquirir conocimientos de marketing, estrategias y dirección de equipos. Y la posibilidad de colaborar con los equipos de diseño me proporcionó conocimientos fabriles poco habituales en un comercial. Es decir, conozco desde el primer hilo base de un producto hasta el producto acabado. Cuantas agujas por pulgada tiene una galga, qué significa un número de hilo, un hilo doblado, qué es un telar, trama, urdimbre, qué es una máquina rectilínea, una circular, una tricotosa, una Stoll, una Shima, que es un 120, 140, 160 dos cabos, hilo de escocia, algodón peinado, un merino extrafino, tejer, acabar, vaporar, qué son las fornituras, etc. Podría llenar varias páginas de estos conocimientos hasta el aburrimiento cuyos síntomas confío no hayan aparecido. Pues bien, el noventa por ciento de toda esta erudición profesional y técnica…hoy NO SIRVE PARA NADA, o dicho de forma más suave, no tiene relevancia o valor de cambio. Guardo una inolvidable anécdota de una clienta de Levante, que cuando le enseñaba y explicaba mi colección de punto para mujer y glosaba las cualidades técnicas de mi producto y después de escucharme con enorme atención, me dijo: -Sabes mucho, hijo mío, pero hoy en día lo importante es… ¡el impacto visual! Como podréis deducir de ese llamarme “hijo mío”, la clienta era bastante mayor que yo, pero con semejante observación me hizo sentir más viejo que ella. Desde entonces he tratado de aplicar esa lección a todos los órdenes de mi vida. Qué duda cabe que los años te aportan conocimiento pero también muchas adiposidades –en muchos casos disfrazadas de sabiduría- que imposibilitan la comprensión de nuevos comportamientos, formas y valores. En esta nueva etapa de jubilación y no apartado del todo por la tienda de mi hijo del mundo textil, he comprendido que lo mejor que podía hacer es respetar sus decisiones y elecciones y responder –solamente responder- a sus requerimientos en puntuales circunstancias. La gran e importante diferencia que hay entre los dos es que él sabe lo que hay que saber hoy y que el noventa por ciento de lo que yo sé…hoy no sirve. Y por eso cuestiono casi toda mi experiencia que corresponde a un pasado y miro con enorme interés todo lo joven. 
Claro que tenemos derecho a nuestra opinión. Faltaría más. Pero creo que debemos tener la prudencia de analizarnos de forma muy crítica, especialmente, porque el futuro no es nuestro y en el pasado quizás no lo hicimos tan bien. Hace unos días y con motivo de la publicación de un artículo de Javier Marías –excelente escritor y no necesariamente buen articulista y menos analista político- hubo comentarios acerca del mismo. La mayor parte eran positivos y el mío bastante negativo. Obviamente, respeto la opinión de los admiradores, pero a mí me pareció un ejemplo de lo que he tratado de exponer. Un hombre que reconviene a los jóvenes que han irrumpido en la escena política por su descaro, arrogancia y formas, ponderando los méritos de esa generación que hizo la transición…”sin que se derramase una gota de sangre” –olvida que alguna hubo- es que está fuera del tiempo o que, como me gusta decir, el tiempo le ha alcanzado. Ese lenguaje épico y tópico es totalmente incomprensible para los más jóvenes. Si no son críticos serán distantes. Olvida, además, que esos políticos nuevos – de uno u otro signo- han sido votados por más de nueve millones de electores. Y por otra parte, ¿hay algo más consustancial con la juventud que el descaro, la arrogancia o el cambio de formas? ¿Cómo es posible que la edad nos vuelva tan desmemoriados? ¿No nos damos cuenta de que doce millones de electores nacieron después de la dictadura y que nueve millones más cuando fueron a votar por vez primera, el dictador acababa de morir? Nunca proclamaré que la juventud, por el hecho de serlo, tenga razón. Pero es un error de la madurez no comprender, y terrible, no aceptar que nuestro esfuerzo de acercamiento es lo que realmente constituye nuestra mayor sabiduría. Y no esa otra pretendida que es el escepticismo, el “estar de vuelta de todo”, el que nuestra experiencia vital adquiere el carácter de axioma. Esa actitud que no es sino el espejo de nuestro propio fracaso y remota incapacidad. “Es un error planificar el futuro como una extrapolación del pasado porque el futuro va a ser diferente”, decía un afamado gurú de la economía. 

Algo parecido puede aplicarse a la sociedad. Observo en mi entorno que, con los años, la palabra utopía pierde valor y la palabra imposible adquiere una firmeza casi pétrea. Lo llaman madurez y quizás sea una consecuencia de los desengaños y las decepciones. Tienen que ser muy importantes para impedirte soñar y perder la esperanza. Cosas que a mí me mantienen vivo.

Tengo muchas dudas o más bien soy bastante crítico con nuestra generación. Esa de las barricadas, del mayo del 68, de la rebeldía, de los cabellos largos, del amor y las flores, hippies, revolucionarios y utópicos y que, en definitiva, somos hacedores del mundo que tenemos. “El tiempo envejece deprisa”, decía Antonio Tabucchi. ¿Lo hemos hecho bien? ¿Tenemos el mundo que soñamos? ¿Nos pervirtieron por el camino? Y si nuestro sueño no se cumplió, ¿tiene nuestro fracaso el derecho de dudar siquiera de que ellos lo puedan hacer mejor?

Yo, casi de forma incondicional, los prefiero.



miércoles, 9 de enero de 2019

Creencias y certezas

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Recuerdo que en los años de mi rabiosa juventud –ese tiempo de curiosidad permanente- me apunté a un curso de meditación trascendental –el adjetivo era motivador- pues respondía a casi todas las preguntas que me podía hacer en la época. Consistía en unos ejercicios de meditación basados en el control respiratorio, relajación profunda y repetición de un mantra en tu mente con objeto de lograr un estado de paz y bienestar con todo lo que me rodeaba hasta el punto de que con años y entrenamiento podía llegar a levitar, cosa que nunca pretendí. Ese mantra, que era individual y secreto, en mi caso era “Siri”, como el algoritmo de Apple –desconozco si proviene de la estancia de Steve Jobs en la India- cosa que pasados los años llamó mi atención. Esos ejercicios tenía que hacerlos dos veces al día y a los largo de veinte o treinta minutos. Tengo que reconocer que fue una experiencia curiosa y que me duró dos o tres meses y que funcionaba muy bien como relajación; pero llegaba tan en paz, bondadoso y comprensivo al visitar a mis clientes que ante cualquier objeción a mis propuestas me rendía de inmediato. Y claro, mis ventas se resintieron. Y mi fe en la eficacia del método decayó como le sucedió a la mayor parte de los que asistimos. Porque una de la bases del éxito del método era la creencia, la convicción de que mi participación mejoraría mi vida y la del mundo que me rodeaba. Ahí es nada. He de añadir, que también por la época había renunciado a las creencias religiosas a las que tantos años y esfuerzo habían invertido en mí la familia, el colegio y los curas. Y comencé a desconfiar de las creencias.

Sin embargo, simplemente hechos de carácter médico –abundantes en mi familia- y su solución terapéutica, tal y como pronosticaban, hicieron depositar toda mi confianza en las certezas; es decir, todo aquello soportado por la demostración empírica. Un cierto interés en los hechos y avances científicos, más allá de la pobre enseñanza escolar, confirmó mi adscripción a lo que hoy entendemos por cientifismo y que no es otra cosa que aquello que confirma el conocimiento tanto teórico como práctico de las cosas. Aquello ampliamente demostrado por la experimentación al punto de constituir una evidencia.

Pues bien, observo que cada día aumenta el número de personas, al menos en mi entorno de amistades e incluso en prensa, artículos y libros, sensibles a un cierto crecimiento de “creencias” de todo tipo; espirituales, médicas, religiosas, esotéricas, etc., con evidente asombro. -Yo “creo” que me ayuda desde al más allá. -¿Tú no “crees” en la energía positiva que transmiten sus manos? –Pues yo sí que “creo” en la homeopatía. – ¡Ojo! Con los fármacos que tomas. –Yo “creo” en los productos naturales…. Y también la elevación a categoría científica de cosas que nuestros antepasados conocían desde la antigüedad y que ahora se llaman biodinámica agrícola o convertir variantes de yoga en eso tan moderno que se llama “mindfulness”. Y lo extraordinariamente favorecida que se ha visto la creencia con el exponencial aumento de licenciados en medicina general que nos ha proporcionado internet. Con razón me decía una entrañable y excelente doctora que su gremio está harto de escuchar estupideces. 

Parece que las personas desdeñaran la certeza –enfrentar la evidencia- y depositara su esperanza en la creencia, en aquello que escapa a la realidad, que supone un sueño, que reconforta. En verdad, una forma de religión. Como dijo Proust, “Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y una avalancha de desgracias o enfermedades que tras otra padece una familia no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la pericia de su médico”.

A mí, cada día que pasa me ocurre lo contrario y aumenta mi confianza en la ciencia, creo que con evidentes certezas, y me quedo perplejo ante las creencias.

La diferencia entre ambas me ha hecho recordar una anécdota con un querido amigo y excompañero de trabajo. Hace muchos años, cuando surgió el grave problema del Sida, una ministra nos previno y aconsejó que “no hiciéramos el amor sin preservativo excepto con parejas de confianza”. -¿Y cómo sé yo que es de confianza?, me dijo mi amigo. –Hombre, supongo que quiere decir con tu mujer. Insisto, me contestó. ¿Y cómo sé yo que es de confianza? Lo dicho. Una creencia.